Hang from your tightrope above the mess

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Con el paso del tiempo, John y Lestrade se volvieron amigos inseparables.

Los Holmes habían marcado a fuego el alma de dos hombres cuyas vidas antes de conocerlos eran completamente normales. Normales y aburridas, sí. No se podía negar que los hermanos sabían convertir todo lo ordinario en un increíble caos de terminología compleja y miradas destructoras de brillantes ojos azules.

Salían a beber cuando ambos terminaban su trabajo. En algunas noches las palabras no alcanzaban. Reían y parecía que todo se solucionaba de a poco. Otras veces, sólo el silencio los acompañaba.

Porque no era sencillo olvidarse de un Holmes. Misión imposible. Porque a pesar de todo lo que Mycroft le había ocultado, Lestrade sabía que no podía culparlo por proteger su integridad y su trabajo. Porque John sabía que si Sherlock se había suicidado, era por un motivo justo, aunque pareciera inconcebible. Porque ambos sabían que los extraños hermanos tenían todo meticulosamente planeado. Nada escapaba a ellos. Y a pesar de que las cervezas les ordenaban dejar de pensar en ellos, John y Gregory no podían quitarlos de su mente por un segundo.

Porque a pesar de que hubiesen pasado dos años, a Lestrade aún le dolía comprender que jamás podría ser suficiente para Mycroft. Él daría todo por su increíble hombre del Gobierno Británico, pero eso no era suficiente.

Los viajes, las llamadas a horarios incoherentes, las cosas no dichas. Eso desgastaba más que cualquier pelea. Jamás habían reñido. Cuando él y Mycroft estaban juntos, el tiempo se detenía.

Nunca pensó que podría encontrar su complemento en alguien tan peculiar. Y estuvo completamente a gusto con que así fuera. Aburrirse al lado del trajeado era imposible. A pesar de sus diferencias, estaban hechos el uno para el otro. Mirarse alcanzaba para comprender. Por eso dolía tanto la falta.

Nadie en este mundo lo entendería como Mycroft Holmes. Absolutamente nadie lo esperaría con una sonrisa semejante luego de horas, días, meses sin verse. Nadie podría despertar en él la confianza, la entrega, el amor real. Sólo existía un Mycroft Holmes en este mundo, afortunadamente.

Pero para desgracia de Gregory Lestrade, ese hombre era parte de un triste pasado.

Porque a pesar de que hubiesen pasado dos años, John Watson seguía llorando frente a la tumba de Sherlock Holmes como el primer día. No podía seguir adelante, porque le daba demasiado miedo volver a entregar su vida a lo incierto. Conocer a Sherlock había sido lo más sublime, lo más necesario de su existencia. Nunca había sido tan feliz como en aquellos tiempos. Sabía que era completamente estúpido vivir recordando. Que sus días en el 221B de la calle Baker sólo existían ahora en su memoria. Pero la lejana sonrisa de Sherlock era el motivo por el cual despertaba cada mañana. La luz de sus ojos azules seguía iluminándolo, desde algún distante rincón de la eternidad.

Pero toda esa fantasía era casi tan frágil como su mente. Casi tan ruinoso como su corazón. Porque el dolor que había vivido era demasiado para sólo una vida

Por eso le costó tanto volver a sonreír cuando Sherlock Holmes apareció frente a él con un ramo de rosas a la salida de su trabajo.

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