Now I'm bound by the life you left behind

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Pero la noche se empecina en destruir al día, como la muerte atenta contra los felices amantes. Y así ocurrió esa fatídica jornada en la cual Sherlock Holmes sucumbió ante el juego perverso de Jim Moriarty.

John fue el único testigo de tal lamentable suceso. Para él, todo transcurrió en cámara lenta: bajar del taxi con prisa y preocupación, la llamada de Sherlock, verlo en el borde de la cornisa del St. Barts; su voz llena de miedo, explicándole que todo lo que había conocido era una farsa. ¿Una farsa? ¿Cómo podía ser su poder de deducción ser una farsa? Nadie fingiría semejante particularidad; absolutamente nadie podría simular tanta capacidad. John intentó persuadirlo, pero sus palabras no alcanzaron. Sherlock saltó mientras el doctor lo observaba, completamente paralizado. Corrió entre la multitud, cayendo sobre sus rodillas al llegar frente al cuerpo de su pareja.

Pudo sentir cómo su corazón se volvía añicos. Porque así se siente cuando las cosas se terminan; un vacío tan profundo que no tiene explicación lógica, como si de repente toda tu vida desapareciera por completo.

Uno comienza a preguntarse por qué tiene que doler tanto, si sufrir es una condición necesaria para existir. Se busca recordar cada momento vivido al lado de la persona amada, intentando grabar a fuego lo ocurrido con el pánico de olvidar siquiera algún fragmento de todo aquello, aferrándose con uñas y dientes del tiempo compartido como si eso fuera suficiente para no caer en la realidad de la pérdida.

Pero nada alcanza. Cuando el final es inaplazable, todos nuestros esfuerzos son en vano.

Tomó su mano y la acarició, con las lágrimas surcando su rostro. Sus ojos miraban sin ver, fríos y cristalinamente vacíos. De su boca ligeramente abierta emanaba un delgado hilo de sangre, que parecía ridículamente ínfimo a comparación del enorme charco que rodeaba su cráneo roto.

La gente alrededor profería gritos de horror y exclamación. Algunos transeúntes mermaban su marcha para poder inspeccionar.

Pero John estaba exento de todo ello. Para él, el mundo había colapsado.

No podía comprender por qué Sherlock no había confiado en él. Sabía que nunca le contaba absolutamente todo, que siempre guardaba algún secreto por miedo a ponerlo en peligro. Pero no, él jamás podría haberlo engañado de tal manera. Sherlock Holmes era el mejor detective consultor del planeta, el único que existía. Y John había comprobado que su talento era real desde el primer día. No era una farsa. Jamás podrían convencerlo de eso.

La cabeza parecía a punto de explotarle. Sintió que unos brazos lo sujetaron con fuerza, queriendo llevárselo de allí. La voz de Gregory Lestrade resonaba a lo lejos, pero no era capaz de mantener una conversación. Sólo quería estar con él. Irse con él. Dejar de respirar y alejarse del sufrimiento que su ausencia le provocaba.

Se desvaneció por completo cuando la ambulancia llegó a recoger el cuerpo de Sherlock. Simplemente no pudo resistir la visión de su único amor dentro de una bolsa mortuoria. Al despertar en el hospital, varias horas después, sentía que el alma le había abandonado el cuerpo. Ya no existía una razón para levantarse. Ya no podría volver a ver su sonrisa, ni escuchar sus precisas palabras, ni besar sus delicados labios.

No existía un mañana.

Sherlock Holmes estaba muerto, y eso era definitivo.

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