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Podría decir que anoche estuve hasta las tantas despierta, pero, a diferencia de otros días, caí rendida según me metí en la cama. Tiene explicación, claro, no fue porque me estoy recuperándome, sino porque después de que Kayden se metiese a su casa de nuevo y dejara de fastidiar, me fui a dar otra vuelta con el skate, bajo el cielo ─ ya no estrellado ─, y dejar que el aire fresco me acompañase para despejar mi mente. En el último viaje, no lloré, no sufrí, no me estresé, descargué mis emociones aumentando la velocidad del skate cada vez más. Llegué a casa con los tobillos algo hinchados y el cuerpo me pedía a gritos que me tumbase en la cama. Al menos, me digné a cambiarme de ropa.

Ahora mismo estoy tumbada en mi cama, mirando al techo, a mis luces led y a la guirnalda de estrellas. Son casi las dos de la tarde, pero todo mi cuarto está oscuro; la persiana del ventanal está completamente bajadas y las cortinas negras de tela también están echadas. La luz está apagada y tan solo puedo ver gracias a una pequeña lamparita portátil ─ para niños de cinco años ─ que me vino en una caja de cereales, con forma de estrella y de luz blanca, que se enciende con presionar con la mano.

No tengo nada que hacer, pero no puedo estar en la cama estancada todo el día y encima mi estómago está rugiendo, por lo que me dirijo con mi poca corpulencia al ventanal, abro las cortinas de par en par y subo la persiana hasta la mitad. El día está algo nublado, había olvidado la última vez que el cielo había estado nublado aquí en Edimburgo. Suelen gustarme más los días nublados, transmiten menos luz y por la noche, como si el propio cielo se tragase las nubes, un poco antes de que las estrellas aparezcan, las nubes se desvanecen.

Abro la puerta de mi cuarto y me dirijo a la minúscula cocina que tengo en el... ¿piso de abajo? Para bajar al «piso de abajo» tengo que bajar tan solo nueve escalones, literalmente.

Una vez que estoy en la cocina ─ de muebles negros, de mármol y modernos ─, abro la nevera y cojo una ensalada de pasta precocinada que tengo desde hace semanas. Mi idea es llevármela a mi habitación y comérmela mientras escucho música, escribo en mi cuaderno o leo algún libro. Pero con música.

Abro el plástico que la mantiene cerrada, cojo los sobres de las salsas e ingredientes adicionales y los vierto, sin molestarme en ponerlo todo en un plato. En cuestión de dos minutos, mi ensalada está lista.

Me llevo el primer bocado con el tenedor negro de plástico que viene y lo mastico mientras reviso las notificaciones de mi teléfono distraída, antes de reproducir música y coger el libro que me estoy leyendo. Es uno de fantasía y romance, mi género favorito sin duda.

Mientras leo, estoy escuchando The Scientist, de Coldplay. Recuerdo que de pequeña me encantaba escuchar esa canción mientras pintaba a escondidas. Lo hacía en un pequeño cuartillo escondido en la habitación, dentro de mi armario ─ era enorme, pues los antiguos inquilinos tenían dinero ─, que había creado yo a base de láminas de cartón y una puerta hecha con una gran corteza de un roble que había en el patio trasero de mi casa.

Hace unos meses, tuve el típico día en el que quería mandar todo a la mierda y casi me tatúo la frase «Nobody said it was easy. No one even said it would be this hard» de la canción. Pero no lo hice porque no llevaba dinero.

Tarareo por lo bajo la canción mientras voy pasando las páginas, cada una más emocionante que la anterior. Me gusta lo bien que me hacen sentir los libros y cómo me llenan y me emocionan con cada cosa que pase.

Empiezo a pensar que absolutamente todos mis días, sin excepciones, son iguales. Me levanto, como ─ a veces ─, cojo mi skate, parasito en el mundo, a determinada hora salgo a ver las estrellas y luego por la noche pinto, escribo, escucho música o me hundo.

Cuando las estrellas dejen de brillar (destacada de ROMANCE JUVENIL 2023) [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora