Hacia las ocho de la tarde, cuando su turno estaba a punto de terminar, Brittany decidió subir de nuevo a entregar el paquete al vecino del 4.º izquierda.
Se lo había enseñado antes a Emily para ver si el remitente era por casualidad alguno de sus proveedores habituales de semillas, pero había negado con la cabeza, diciendo que no le sonaba de nada aquel nombre.
Una vez más, Brittany tuvo que apoyarse en la pared para recobrar el resuello tras subir los cuatro pisos a pie.
Cuando se recuperó, pulsó el timbre que estaba junto a la puerta.
Nada.
Volvió a pulsarlo durante un rato más largo.
Nada.
Cada vez más irritada, ya que estaba segura de que había gente dentro, clavó el índice en el llamador dispuesta a fundirlo si era necesario.
Al final, por encima del estrépito, oyó cómo alguien daba vuelta a una llave en el interior del piso y la puerta se abrió de golpe, aunque sólo unos centímetros; la persona al otro lado había echado la cadena de seguridad.
—¡¿Qué carajo quiere?!
La ruda voz masculina le provocó un estremecimiento de pavor, pero, metida de lleno en el papel de portera bragada que no retrocede ante nada, respondió:
—Soy la señora Santos, la portera, vengo a traerle un paquete y le rogaría que no empleara ese lenguaje conmigo.
—Disculpe—a pesar de las excusas, su tono seguía siendo desagradable.
—Tome—trató de introducir el paquete por la estrecha abertura, pero era demasiado grande y no cabía.
—Espere un segundo—se oyó el sonido de la cadena metálica al correrse y la puerta se abrió un poco más.
A pesar de la escasa iluminación del descansillo y de que el hombre no había encendido la luz del recibidor, Brittany distinguió a un individuo más bajo que ella, vestido con una sucia camiseta blanca de tirantes salpicada de manchas de algo siniestro —rogó que fuera pintura— que dejaba al aire unos brazos, largos y finos.
El tipo hizo amago de volver a cerrar, pero ella se lo impidió plantando su tosco zapato negro entre el marco y la puerta.
—¡Un momento! Quería hablar con usted.
—¿De qué?—la pregunta sonó como un disparo, pero ella no se amilanó.
—Verá, la señorita Sylvester, la vecina del 3.º izquierda, se ha quejado de que no puede dormir bien por las noches a causa de los ruidos que salen de este piso.
—¡Esa zorra! ¿Le ha dicho también la vieja que deja que ese chupachochos suyo se mee en la jamba de mi puerta todos los días?—escupió con violencia.
—¡Señor Abrams, no consiento semejante lenguaje en mi presencia!—respondió, indignada, y pensó para sí: «¡Menudo animal de corral!».
—Disculpe—repitió el espantoso antropoide, aunque, esta vez, tuvo la decencia de parecer algo avergonzado—, Lo que ocurre es que la vecina de abajo me tiene declarada la guerra.