Una semana después, a las diez y media de la noche, el comando de operaciones especiales casi al completo esperaba en el BMW X6 Coupé de la doctora, de tan sólo cuatro plazas, apretado como sardinas en lata.
—¡Emily, tía, no me lo puedo creer!—exclamó Hanna, indignada.
—Lo siento, Hanna, si no te movieses tanto... no lo puedo evitar. ¡Soy una mujer, caramba. También siento! Y estar así no puedo evitar abrazarte—sus brazos apretaron la cintura de la rubia con más fuerza, impidiéndole que se levantara de su regazo.
—¡Ustedes dos, que hay menores!—las amonestó Brittany, que sentada en el asiento del copiloto no apartaba la vista del portal.
—¿Vas muy incómoda conmigo encima, Sue?—preguntó Bree a la ex actriz, sin hacer caso del resto de los ocupantes del coche.
—No te preocupes, querida, no pesas nada—la señorita Sylvester, dominada por la emoción de la aventura, se sentía como una jovenzuela de veinte años; hacía tiempo que no se divertía tanto.
—Nos estamos empañando—anunció Brittany, al tiempo que bajaba un poco la ventanilla cubierta de vaho.
Luego le dirigió una mirada de disculpa a Santana, que permanecía tranquilamente sentada frente al volante.
—Espero que esto sirva para algo, como el pichón decida no abandonar el nido esta noche...
En ese momento, la médico se irguió sobre el asiento y señaló hacia el portal.
—Mira, ¿no es él?
En efecto, de la finca acababa de salir el siniestro vecino del 4.º izquierda cargado con un nuevo bulto sospechoso, envuelto en plástico negro, entre sus brazos.
Una exclamación llena de horror se escapó de los labios de Brittany sin que ésta pudiera evitarlo:
—¡Se ha cargado a otro!
—¡Qué bestia! A una media de dos muertos al mes este tío va a aparecer en el libro Guinness—Bree se asomó por uno de los lados del reposacabezas, en un intento desesperado de no perderse ni el más mínimo detalle.
—Voy a seguirlo—anunció la doctora López, al tiempo que daba la vuelta a la llave de contacto y, con mucha suavidad, partía detrás del Ford Focus gris del sospechoso.
Por fortuna, esa noche no llovía y una gran luna llena brillaba en lo alto del cielo.
Gracias a la pericia de la médico al volante, se mantenían a la distancia justa para no perderlo de vista, pero sin correr el riesgo de que las descubriera.
—¡Emily, no me toquetees!—Hanna apartó de un manotazo la cálida palma de su muslo.
—Joder, Hanna, no te estoy toqueteando. Te recuerdo que vamos un poco justas de espacio y en algún sitio tengo que poner las manos. ¿Te gusta más aquí?
Con una exclamación indignada, la hermana de Brittany rechazó con brusquedad el contacto de aquella mano codiciosa que ahora se había posado sobre uno de sus pequeños pechos.
—Eres... eres...—se retorció para evitarla, pero en el escaso espacio del habitáculo era misión imposible.
Emily sonrió con malicia y, sin hacerle caso, la inmovilizó con uno de sus brazos, mientras que con la mano contraria apartaba la sedosa melena rubia de su cuello y se lanzaba en picado sobre la delicada piel de su nuca.