Nueve Horas Más Tardes…
Brittany salió del cuarto de baño colocándose uno de los espectaculares pendientes de oro blanco con diamantes negros y blancos que Santana le había regalado tras el nacimiento de los mellizos.
Divertida, notó que su esposa, con los ojos fijos en ella, fracasaba, una y otra vez, en el intento de meter uno de sus aretes por el orificio de su oreja.
—¿Puedes subirme la cremallera, por favor?—preguntó con un mohín provocativo.
Santana dejó caer el arete sobre la mesilla de noche, impaciente, y con un brillo ardiente en sus ojos oscuros se acercó a la rubia en dos zancadas y preguntó con voz ronca:
—¿Le he dicho ya, señora López-Pierce, que es usted la mujer más hermosa del universo?
—Creo recordar que unas cuantas veces, pero no se preocupe, doctora Pierce-López, por mí puede repetirlo siempre que quiera, ya sabe que me encanta oírlo...
Se dio la vuelta y la morena no pudo contener un jadeo ahogado ante la visión de aquella espalda espectacular que el vertiginoso escote del vestido de noche dejaba casi totalmente al descubierto.
Con dedos torpes y algo temblorosos sujetó la cremallera, pero, antes siquiera de subir un solo centímetro, la otra mano, que había decidido ir por libre, apartó el tirante bordado con pedrería y dejó al descubierto un hombro sedoso.
Incapaz de resistirse ante aquella apetitosa visión, Santana bajó la cabeza y empezó a mordisquear con suavidad la delicada piel.
—¡Sanny, por favor, no me hagas esto! ¡No vamos a llegar!—suplicó Brittany, aunque, a juzgar por la manera en que se apartó la melena para facilitarle el acceso a ese punto tan erótico justo debajo del lóbulo de su oreja que su esposa conocía tan bien, lo hacía con la boca pequeña.
Al sentir la mano sobre su pecho desnudo y el intenso calor de aquel cuerpo firme contra sus caderas, soltó un suspiro cargado de deseo y volvió a pensar, como había hecho mil veces durante los últimos años, que aquellos habilidosos dedos de cirujana estaban llenos de magia.
—Mmm... No llevas sujetador—susurró en su oído, sin dejar de acariciarla.
—Es que es... imposible... con... ¡oh, Dios mío!... el... el escote de ¡ah!... este vestido—casi no sabía lo que decía, pero al notar la forma en que aquellos dedos curiosos descendían por dentro del vestido a lo largo de su costado y seguían bajando, y bajando, y bajando... su capacidad para enhebrar ni siquiera un pensamiento coherente desapareció de un plumazo y, muy excitada, se pegó aún más a la morena.
El golpeteo de un puño contra la puerta cerrada las sacó de sopetón de aquel universo paralelo en el que lo único que existía eran ellas dos y la intensa pasión que las envolvía con la densidad de una niebla otoñal.
Brittany escuchó la trabajosa respiración de su esposa mientras terminaba de subir la cremallera de su vestido, y su propia voz, jadeante y temblorosa, le sonó extraña al preguntar:
—¿Sí...? ¿Qué... qué ocurre?
—¿Lo ves, Whitney? No puede ni hablar, te dije que fijo que se estaban liando.
La voz de Bree atravesó la hoja de madera con claridad, y su mamá no pudo ocultar una enorme sonrisa al ver la forma en que las mejillas de Brittany enrojecían con furia bajo el maquillaje.
—¡Britty, hija, no hay tiempo para hacer lo que sea que están haciendo!—gritó su mamá, y subrayó—Y, que conste, que no tengo el menor interés de saber lo que es, ¿eh? En fin, que las esperan en el Centro de Convenciones en tres cuartos de hora, pero antes tienen que enfrentaros a un código rojo.