Cuatro Años y Medio Después…
—Me siento como una acaudalada terrateniente que contempla, orgullosa, sus dominios.
—En realidad es para estar orgullosa, es increíble lo que has conseguido en tan poco tiempo.
La llegada de la primavera era palpable en los campos; la tierra fértil empezaba a dar fruto, y los brotes de color verde brillante se alineaban en ordenadas hileras hasta donde alcanzaba la vista.
—Sabes que nada de esto habría sido posible sin ti—los ojos marrones de Emily relucieron llenos de amor al posarse en el precioso rostro de la mujer que permanecía en pie a su lado.
—Deja de hacerte la modesta, pasar del trapicheo con marihuana a esto—Hanna hizo un gesto que abarcó todo lo que la rodeaba—No es algo que pueda hacer cualquiera.
—¡Shh! Ya sabes que dicen que pueden oírlo todo, y te recuerdo que ya sólo fumo en mis cumpleaños—Emily se arrodilló encima de la tierra parda sin importarle lo más mínimo que estuviera embarrada, agarró el redondeado vientre de Hanna entre sus manos y empezó a hablar con él—No hagas ningún caso, enano, a mami se le ha subido la infusión de camomila con pétalos de rosa del desayuno a la cabeza. Mamá es ahora una respetable agricultora—con delicadeza, alzó la amplia blusa de algodón y depositó una ristra de besos sobre la piel tirante de su vientre.
Hanna soltó un suspiro de placer, alzó la cara y cerró los ojos para recibir los tibios rayos de ese sol amistoso mientras acariciaba los largos cabellos de su esposa.
Era increíble cómo había cambiado su vida en apenas cuatro años y medio, pensó.
Aún no entendía cómo se las había apañado Emily para convencerla de que se casara con ella y se fueran a vivir a una modesta casita de campo a las afueras de Aranjuez, donde su esposa se ocupaba de su floreciente negocio de venta de frutas y hortalizas de primera calidad a restaurantes de lujo.
Y lo más curioso era que estaba encantada con su nueva existencia.
Tenía un pequeño local en aquella ciudad agradable y hermosa especializado en terapias y tratamientos reiki, en el que, además, vendía lociones y cremas que ella misma elaboraba con las hierbas medicinales que cultivaba en su pequeño huerto.
Había abierto hacía menos de un año y ya tenía una numerosa clientela. De hecho, había tenido que contratar a una ayudante, ya que en pocas semanas nacería su hijo y deseaba criarlo de una forma completamente natural, con leche materna, ropa ecológica y, por supuesto, pañales de tela; no pensaba contribuir a asfixiar el planeta a base de celulosa que tardaba quinientos años en desintegrarse.
Emily, en cambio, no estaba muy convencida, pero ya se encargaría ella de persuadirla.
En ese momento, su esposa se incorporó, la tomó entre sus brazos y empezó a besarla apasionadamente, y ella se olvidó de todo lo que no fueran aquellos labios, tiernos y ávidos, que desde la primera vez que se posaron sobre los suyos le habían hecho perder la razón.
En cuanto logró recuperar el aliento, la morena apoyó la frente sobre la suya y susurró ronco de deseo:
—Hann, volvamos a casa, creo que te vendría bien que te diera un masaje con ese fabuloso aceite de almendras que preparas.
—Me has leído el pensamiento, Emy. Justo acabo de sufrir un calambre—la miró con picardía y caminó en dirección al coche, que estaba aparcado a un lado del camino de tierra.
Emily permaneció un rato contemplando a su mujer, cuyo abultado vientre parecía demasiado pesado para su cuerpo diminuto y delicado, y pensó que, si la gente pudiera explotar por exceso de amor, ella saltaría en pedazos en ese mismo instante.