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La noche estaba más tranquila de lo normal, pero no le gustaba quejarse

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La noche estaba más tranquila de lo normal, pero no le gustaba quejarse. El viento que soplaba sus cabellos rubios lograban relajarla, y el pasto bajo su piel le recordaban a sus años de juventud, donde no tenía que preocuparse por cosas de adultos.

Pareciera que fue ayer cuando tuvo que matar a su primer dragón. La forma en la que esos ojos amarillos la vieron con súplica antes de darle la estocada final no dejaban de atormentarla. ¿Cómo era posible que después de tantos años, aún pudiera recordar con nitidez la manera en la que ese pequeño e indefenso reptil le rogó por piedad?

Incluso la perseguía en sus sueños más profundos.

Cuando llegó a su habitación esa noche en que se llevó a cabo su iniciación, lloró a mares. En la cama, en la ducha, inclusive mientras estaba dormida. 

No tuvo el valor de decírselo a su familia. ¿Qué iban a pensar los demás de ella? ¿Que era una pequeña niña llorona que le rompía el corazón el tener que matar a su enemigo? No podía darse ese lujo. No con el prestigio que su familia había creado de generación en generación. Cada ancestro suyo había sido de gran importancia para la tribu, todos habían contribuido a cada guerra que el jefe de la aldea organizaba. Ella no debía quedarse atrás. Su huella debía ser igual o incluso más grande que el de los otros Hofferson. 

¿Aún si tus sentimientos se fueran al caño?

Una sombra detrás de ella hizo acto de presencia. 

Suspiró con pesadez. La tranquilidad no era duradera en su vida.

—¿Podemos hablar? —preguntó Harald, un poco apenado. 

Astrid se sentó sobre sus muslos, y se soltó el cabello, intentando esconder su espalda descubierta de los ojos del menor.

—Claro, ¿qué ocurre? —palmeó el lugar alado de ella. El chico pronto entendió y le hizo compañía.

—Ayer pasé a verte pero tu padre me dijo que estabas enferma. Quería ponerte al tanto de las últimas dos noches que no asististe a la vigilancia —sacó el pequeño cuaderno que ella le había prestado, donde hacían anotaciones de lo que ocurría—. Estoy muy, muy preocupado por lo que podría avecinarse... —le susurró. Pudo saborear en su tono de voz un atisbo de miedo.

Le enseño los apuntes de la noche anterior.

—¡¿Treinta sujetos?! —no pudo evitar gritar.

—Y estos no son como los anteriores, estos son más grandes, sus alas son más largas y las llamaradas que exhalan tienen más potencia. Me temo que en una de estas noches se atrevan a bajar para atacarnos.

Astrid gruñó, apretujando su rostro con sus manos. El estrés la estaba llevando al borde del colapso.

—¿Le informaste de esto a Estoico? —Harald negó con la cabeza, temeroso—. ¡¿Por qué no lo has hecho?! —volvió a gritarle.

—Lo intenté, pero cuando lo iba a buscar nunca lo encontraba. Hipo me comentó que había salido de la isla pero no tenía hora de llegada. 

La rubia no pudo soportarlo más, levantándose del suelo.

—¿A dónde vas? —preguntó Harald, viendo que la vikinga se encontraba cada vez más lejos de él. No obtuvo respuesta.

[...]

—¡Hiccup, Hiccup! —gritó la rubia, mientras golpeaba la puerta de madera con demasiada violencia. 

Un ojiverde somnoliento y confundido la recibió.

—Buen día, Astrid. ¿En qué... —bostezó ruidosamente—... puedo ayudarte tan temprano? —se frotó los ojos, evitando soltar otro bostezo.

—¿Dónde está tu padre? Necesito decirle algo importante —susurró, mordiéndose la parte interna de su mejilla para evitar hacer un escándalo. Los nervios y el enojo estaban a flor de piel, y no quería desquitarse con la persona equivocada.

—En la casa de Bocón, ¿por qu...—no terminó de pronunciar cuando la silueta de la vikinga corría lejos de él a toda velocidad. 

Esto sólo puede significar problemas, pensó Hipo.

—Te digo que las ovejas necesitan navajas más afiladas para afeitar su lana, y con esto podrán hacerlo más fácil y rápido —explicaba el hombre sin mano, con un extraño artefacto en su prótesis de madera.

—Espero que esa cosa no las mate, necesitamos tener un buen ganado para nuestros textiles —chistó el jefe, "aprobando" el nuevo invento de Bocón.

—¡Estoico! — oyeron a sus espaldas.

—Oh no, se ve muy molesta. Yo mejor me voy —huyó el rubio al ver la expresión aniquiladora de la adolescente.

El jefe suspiró, casi con cansancio. Lidiar con ese tema hacía que toda su energía se drenara y entrara a un abismo de preocupación y desesperanza. Bien dicen que uno no puede escaparse de los malos días.

Y es lo que había estado intentando hacer, esquivar los problemas. No, esquivar ése problema.

—¿Qué pasa ahora, Astrid? —se frotó la cara con pesadez.

—¡¿Qué pasa ahora?! ¡¿En serio?! ¡Lo que pasa es que un maldito enjambre de dragones han estado volando sobre nosotros por las noches y a nadie parece preocuparle este alarmante hecho! —le arrojó el cuaderno con fuerza, Estoico lo atrapó en un movimiento rápido.

Leyó las actualizaciones, y sus ojos se agrandaron con sorpresa.

—¡Me desmayé del puto cansancio por esto, y en esos dos malditos días que me ausenté nadie se preocupó por mí o por dragones! ¿Ya habló con Agdar sobre los restos en ese archipiélago? ¿Ya sabe algo sobre los buscadores desconocidos? —el silencio que resguardó el ambiente respondió por el jefe. Astrid soltó una amarga carcajada, que después se convirtió en una mueca de molestia. 

—No quiero involucrar a más personas, eso es todo.

—No —contradijo ella—, lo que no quieres es averiguar la verdad. Una verdad que los involucre a ellos. Y si no eres capaz de hacerlo, entonces tendré que hacerlo yo —antes de que pudiera marcharse de ahí, escuchó un gruñido detrás de ella.

—Si haces una tontería, vas a lamentarlo como no tienes idea, jovencita. Estás advertida.

La ojiazul tragó duro, pero no se echó para atrás. Haría lo necesario por descubrir la realidad.

Corrió a casa de Hipo, se trepó al techo y por la ventana de la habitación de Hipo pudo colarse al interior. Con sigilo, caminó al estudio de Estoico, donde cientos de veces había entrado con su padre para discutir sobre asuntos del pueblo cuando era más joven, incluso semanas atrás lo había hecho.

Pero esta vez era diferente. Rebeldía era la razón. 

Abrió los cajones del escritorio, y sustrajo la tela bordada, aquella que era la prueba de que alguien estaba buscando algo o alguien en particular. 

—Veremos qué mentira te inventarás ahora, Elsa.

Touching the stars | PARTE IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora