La guerra con los dragones al fin había acabado, Elsa sintió que ya respiraba con tranquilidad. Estoico el Vasto, el jefe de la tribu, había prometido que ya jamás serían perturbados por esas bestias salvajes, que de ahora en adelante sólo habría pa...
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El castaño caminaba en dirección a la academia de dragones, donde no hacía mucho su padre le había proporcionado una oficina. Estaba un poco vieja y tenía cosas que no funcionaban pero lejos de desanimarlo, le ayudó a calmar su ansiedad al centrar su atención en repararlos.
Cuando terminó de acondicionar su nuevo despacho, mudó todas sus herramientas ahí, al igual que sus libros y anotaciones.
Una noche despertó después de un fantástico sueño, uno donde él y Elsa volaban en el horizonte, montados sobre Temperance. Sin saberlo, este sueño le dio esperanza, y su corazón se sintió más tranquilo. El peso de una roca sobre su pecho había desaparecido.
Entonces pensó "¿será posible viajar en un dragón?". De ahí surgió una necesidad de comprobarlo, donde cada tarde le dedicaba tiempo a su nuevo y secreto proyecto. Esa misma tarde lo pondría a prueba para mejoras mínimas.
—Mañana nos vemos, chicos —se despidió Hiccup, ondeando la mano en dirección a sus amigos.
—¡Hasta mañana! —respondió Patapez, guardando sus cosas en una mochila vieja de cuero.
Pronto el vikingo gordinflón se dio cuenta que estaba trayendo algo consigo del despacho de Hiccup.
Ambos tenían la misma afinidad por los furias luminosas, y quisieran o no, a ambos les atraía la misma chica. Por tanto, se habían vuelto cercanos, buenos amigos.
—Esperen un momento, debo regresar esto a la academia —comentó Patapez a sus demás amigos.
—Uhm, yo creo que no es buen momento —señaló Brutilda, apuntando con su mirada a un varón que se había acercado a conversar con el castaño.
—¿Qué ese no es el nuevo novio de Astrid? —bufó Brutacio, sonriéndole con burla a Patán, al que le salía humo blanco de las orejas.
—Harald no es su novio, es... Su mano derecha, sí —dijo, no muy convencido de sus palabras.
—Mejor ve después, tal vez el jefe le mandó un recado con Harald —con esto, los gemelos y Patán siguieron caminando cada quién a su rumbo.
Patapez frunció el ceño, Harald se dio a conocer en la aldea por haber formado parte del grupo que descubrió y arrestó a Elsa. ¿Qué tendría que hacer yendo a la academia para hablar con Hipo?
Pero sintió que no tenía razón suficiente para interrumpirlos. Básicamente porque Hiccup era el hijo del jefe, y quisiera o no tendría que lidiar con todas las personas que su padre tiene al mando, aunque estos no le cayeran bien.
Así, decidió que lo mejor era regresar más tarde para entregarle su libreta.
—Hola, Hiccup —saludó Harald, cuando estuvo lo suficientemente cerca del ojiverde.
—Hey —cuando se dio cuenta de quién se trataba, su sonrisa y buen humor se desvanecieron—. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó, fingiendo un tono amigable de voz.
—El jefe me mandó por un libro que te prestó hace unos días —por una extraña razón, el joven prestaba mucha atención a los adentros de la academia.
—Sí, lo tengo en mi oficina. Acompáñame por él —y con un movimiento de su cabeza, le indicó a donde caminar.
Hipo caminaba a la par de Harald. Y de un momento a otro, éste lo tomó del brazo aplicándole una llave. Lo arrojó contra la puerta más cercana, haciéndole caer al interior de una oficina deshabitada.
—¡¿Qué demonios estás haciendo ahora, eh?! ¿Acaso has perdido la cordura? —gritó el ojiverde después de aterrizar en el piso de costado, sobando su brazo para aliviar el dolor.
—Lo siento, son órdenes del jefe —fue lo único que Harald se limitó a decir.
Cerró la puerta, y de una patada destruyó la perilla. Dejando a Hipo atrapado.
—¡Ábreme! ¡Déjame salir, maldito ingrato! —gritaba el joven, golpeando y luchando con todas sus fuerzas para escapar de ahí.
[...]
Su vestido estaba arruinado, manchado de tierra y rasgado del dobladillo, su cabello estaba suelto y con algunos nudos en las puntas. Tenía suerte de que fuera de manga larga, porque al borde del acantilado el viento era frío y cruel, como aquellos que la habían arrastrado, sentado y amarrado al filo de la muerte para tener la oportunidad de atrapar a Temperance.
—¿Qué estás esperando? ¡Llámala! —gritó Estoico en una orden.
—Ya le dije que no lo haré —escupió Elsa, con una sonrisa desdeñosa.
El jefe estaba perdiendo los estribos por la cólera.
—Dime qué hiciste para domar al maldito dragón —la tomó por los hombros y la sacudió con bastante fuerza. Los muchachos del pequeño ejército de Astrid tuvieron que intervenir para que no le rompiera el cuello.
—Señor Estoico, debe tranquilizarse —susurró Harald, poniéndose en medio de Elsa y el jefe, temía que las cosas se salieran fuera de control y terminaran lastimando a la chica.
Por otro lado, el estado mental y emocional de Astrid era lamentable. Al borde de una crisis nerviosa.
No quiero hacer esto pero ya no puedo echarme atrás. Pensaba la rubia, comiéndose las uñas y arrancando pequeños pedazos de piel de sus dedos.
Un rugido en el cielo los puso en alerta. El momento había llegado.
Elsa respiró hondo, y miró hacia arriba. Dejó escapar un jadeo aterrado cuando se dio cuenta que se trataba de Temperance acercándose al acantilado.
—¡Vete, no vengas, vete de aquí y vuela muy lejos! —la ojiazul empezó a gritar, tan fuerte como su garganta se lo permitía.
Esto tomó por sorpresa a los presentes.
Si realmente no la domó, pensará y elegirá lo que hará por su cuenta, es libre de decidir lo que quiere hacer. ¿Elegirá escapar o salvarla? Pensó Astrid, deseando con todo su corazón no tener que hacer esto.
—¡No, amordázala antes de que el dragón se aleje! —dijo el jefe.
—¡Aléjense de mí! —dos jóvenes se acercaron a ella y con mucha dificultad pudieron colocarle tela dentro de la boca. Elsa siguió luchando contra sus captores, haciéndolos enfurecer.
—¡Contrólate! —y le propinó un puñetazo en el rostro. Un hilito rojo y caliente descendió de la nariz de la rubia, que estaba aturdida por el golpe.
La furia luminosa aterrizó de una forma estruendosa y aterradora, donde la magnitud del golpe en la tierra levantó el polvo. La mayoría cayó al suelo, excepto Estoico, que se cubrió el rostro con la capa acolchada de su armadura.
—Mierda —susurró Harald, observando la nube espesa que los rodeaba. Y sin contar a un dragón furioso merodeando por ahí.
El jefe no se rendiría fácilmente. Le arrancó las sogas que mantenían sujeta a Elsa de una plataforma improvisada de madera, y la tomó de los brazos, casi sacándola a rastras.
—Más vale que no hagas ninguna tontería o voy a lanzarla al vacío —gritó el vikingo, buscando la más mínima señal de que esa cosa estuviera cerca de ellos—. Quiero que te muestres ante mí —no obtuvo respuesta alguna.
La pobre chica sólo rezaba en su cabeza que Temperance se haya ido, de lo contrario ambas morirían antes del atardecer.