Saliendo del taller empiezo a pensar en todo lo que hay a mi alrededor. En mi soledad, más después de la muerte de Julián, en mi vida en general, en todas esas cosas que por mi introversión he dejado pasar a lo largo de todos estos últimos años: las amistades, muchos trabajos e incluso el amor.
Laura fue mi gran amor, mi único amor. Me enamoré de ella en el colegio, teníamos tan solo 15 años. Éramos dos niños inocentes con millones de pájaros en la cabeza, pero, por aquel entonces, seguros de lo que sentíamos el uno por el otro, esa era nuestra única verdad, la más pura, lo más inequívoco que he vivido jamás, aunque nunca lo haya sabido valorar como ella merecía.
Fueron pasando los años y Laura seguía a mi lado. Algo que todavía hoy no consigo entender. Yo, un tipo inseguro, callado y con muy poca autoestima, justamente todo lo contrario a ella, una chica con ángel, con millones de inquietudes, segura de sí misma, talentosa y simpática.
Estuvimos juntos quince años, los mejores años de mi vida, sin duda. Junto a ella aprendí muchas cosas, entre ellas lo que mejor sé hacer hoy día: pintar. Ella que iba sobrada de talento me enseñó a trazar líneas, a buscar el color ideal, a hacer formas y proporciones perfectas..., son tantas las cosas que le debo, tantas veces las que me ayudó y que yo no supe apreciar. Daría lo que fuera por volver a verla, por tener la oportunidad de darle las gracias y de decirle que me arrepiento mucho cada día de mi vida por todo lo que la hice pasar, pero tal vez nunca se me dé esa oportunidad, no me la merezco, igual que tampoco merecí tener nunca en mi vida a alguien tan increíble como ella.
Han pasado diez años desde la última vez que nos vimos y no hay un solo día que no piense en ella, en aquel momento en el que ella, de un portazo, salió por la puerta sin decirme adiós. Ella me abandonó, sí, pero, aun estando juntos, yo ya la tenía abandonada a ella, arrinconada y apartada del mundo exterior. Desde entonces sangro de dolor a través de esa enorme herida que, aunque no se ve, siento latir cada día de mi vida, porque siento que me arrancaron la flor, la raíz desde donde brotaban cada una de mis emociones, allí donde más y mejor me sentía, más seguro, más calmado, más feliz.
Durante esos quince años fui llevándola a mi terreno, convirtiéndola en alguien diferente, cambiando su enorme personalidad y sacándola de todo lo que a ella la hacía estar radiante diariamente. Poco a poco Laura pasó a estar en otro lugar, del lado desde donde yo veía la vida pasar, cargado de miedos, de inseguridades, de conformismo y de negatividad. Ella se contagió de mí, se impregnó de todo mi ser y la perdí para siempre, sin segundas oportunidades, sin opción a nada más y eso todavía hoy me duele mucho porque, aunque yo era consciente de ello, no supe reaccionar a tiempo para impedirlo.
Recuerdo un día en especial, lo recuerdo y me machacará durante el resto de mis días. Ella quería viajar a Marrakech, cumplir el sueño de su vida, el viaje que tanto había ansiado desde pequeña. Sentía especial debilidad por la cultura musulmana, por pasear entre sus calles atestadas de gente en los enormes mercados exteriores de alfombras, bolsos, carteras y mochilas de todos los tamaños y colores. También le encantaba el té de menta y le apasionaba la posibilidad de tomarlo allí conmigo y de probar el Tajín marroquí, un plato típico de Marruecos. Compramos los billetes, lo teníamos todo preparado para acompañarla y hacer realidad su gran sueño, pero yo no me presenté en el aeropuerto de Granada. La dejé tirada justo en el momento que ella más me necesitaba. Me daba pánico enfrentarme al mundo exterior, a lo desconocido y, aunque con ella habíamos trabajado mucho en eso, no fui capaz de superarlo, fui un cobarde y lo seguiré siendo para siempre.
Ése fue el momento cumbre en nuestra relación, la gota que colmó el vaso de su paciencia. Ni tan siquiera me llamó, imagino que se lo esperaba. Ella cogió ese avión dispuesta a disfrutar y a pasarlo bien, sin nadie que la frenara o que la impidiera disfrutar de su viaje. Diez días después ella volvió, y tal y como llegó, cogió sus cosas, sin mediar palabra y se fue para no volver nunca más.
De repente, un fuerte frenazo y el estridente pitido de un coche me hacen volver a la realidad. Me encuentro en medio de la carretera, la cual he cruzado sin mirar, totalmente alelado. Tal vez hubiera sido lo mejor, que ese coche me atropellara y así acabar con todo esto de una vez. Alzo la cabeza y miro a mi derecha para disculparme con el conductor. Él me responde con aspavientos y malhumorado, pero ya no puedo hacer otra cosa que decir "lo siento".