Capítulo 5

8.3K 1.2K 970
                                    




La mayoría de días, los sonidos de la granja lo despertaban antes de que su despertador tuviera tiempo de sonar. Había pájaros cantando, y un caballo relinchando y negándose a entrar en un establo en alguna parte, cuando se levantó.

Oía hablar a los hermanos de potros nuevos y de "ejemplares perfectos" a menudo. Los había visto organizar la distribución de las vacas y a menudos media docena de vaqueros a caballo se iban durante largas horas a "mover los rebaños". Veterinarios aparecían constantemente en todoterrenos cargados de maletines blancos y curaban heridas, revisaban dentaduras y patas, ponían vacunas, administraban medicinas y expedían una ristra infinita de informes, certificados, facturas, recetas. Una parte de él se moría de curiosidad por verlo todo, como el primer visitante de un zoo que acababa de abrir.

Pero todavía no les había echado un buen vistazo a los establos; no había encontrado una buena excusa. Un empleado de limpieza del hogar no tenía nada que hacer fuera de las espaciosas habitaciones y las majestuosas escaleras interiores a las que ya se había acostumbrado.

Además, no sabría decir si le daban más miedo los propios caballos, que dejaban sueltos y caminaban ruidosamente por todas partes dando ruidosas respiraciones húmedas, o los vaqueros apresurados e impacientes, cargados con cuerdas, empujando carretas y gritándose órdenes unos a otros desde tractores ensordecedores.

Pero ahora, mirándolo todo desde la ventana, deseó haber fingido perderse para echarles un vistazo a las instalaciones


En cuanto desayunó llenó el cubo de agua, escogió dos cepillos grandes y buscó una garrafa del líquido azulado con el que se suponía que uno limpiaba la madera; lo había aprendido hacía poco. El porche era enorme y le llevaría una eternidad dejarlo limpio, pero no todos los días podía trabajar uno sintiendo aquella brisa maravillosa en la cara, y podría ver los caballos, aunque fuera de lejos, si empezaba por la parte de atrás.

Barrió a conciencia un buen pedazo de la pasarela de madera y comenzó a fregarla, oyendo la permanente radio de Doreen sonando desde la cocina. Después de escucharla durante varias semanas, había llegado a la conclusión de que desconocía la existencia de cualquier tipo de música que no fuera el country, y no iba a ser él quien la desengañara.

—Pero bueno, si es el Ceniciento del rancho. —La voz lo hizo volverse automáticamente; su estómago cayó al ver la expresión burlona de los dos hombres que lo observaban desde el umbral de la puerta con una amplia sonrisa.

Apretó los labios y se volvió hacia el cubo. Mojó el cepillo en el agua jabonosa y siguió fregando el suelo; nada de lo que pudiera contestar le haría sentir mejor. Hacía mucho tiempo que había aprendido que esas discusiones no se ganaban.

—Hola, Wall Street —exclamó el otro—. ¿Ya has averiguado cómo usar un enchufe?

Puso los ojos en blanco.

Ese chiste es tan original como tus vaqueros.

Pero se mordió la lengua. Ya era el empleado que los había dejado sin luz; no iba a convertirse también en el malhablado.

Siguió fregando con más fuerza. Odiaba sentirse torpe e inadecuado; odiaba sentirse inútil. Era una sensación que no echaba de menos de las interminables reuniones con ejecutivos que siempre parecían hablar de cosas de las que todavía no se había enterado y hacer chistes que todavía no entendía.

—¡Nueva York! ¿No vas a ponerte cofia y falda? ¿Qué vamos a ver cuando te inclines a recoger algo?

Los dos se deshicieron en carcajadas. Louis les dio la espalda para recoger los cepillos y los dejó caer dentro del cubo. Tenía que limpiar, pero no tenía que hacerlo oyendo estupideces. El suelo podía esperar.

Country roadsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora