C a p í t u l o 16

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J O R G E

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J O R G E

Silvia no ha dicho ni una palabra desde que salió furiosa de mi habitación y ahora nos preparamos para un viaje de ocho horas en auto que, imagino, será más gélido que el Ártico. Acabo de terminar de guardar las cosas en el auto cuando ella baja las escaleras tecleando furiosamente en su móvil y me tomo un segundo para admirar lo guapa que es. No es sexy, ni preciosa, palabras que he utilizado este fin de semana. Pero sí hermosa, por dentro y por fuera. Una joven extraordinaria a la que he tenido el honor de ver crecer ante mis ojos. Se me revuelve el estómago al pensarlo. La idea de que he estado presente en otra de sus primeras veces. Una primera vez en la que no tenía nada que hacer. Lleva puestos sus diminutos pantalones cortos de animadora blancos y una camiseta negra atada justo por encima del ombligo, lo que la convierte en una jodida tentación andante.

Me pregunto brevemente si me está torturando a propósito por mi elección de palabras esta mañana. Mis pensamientos se ven reforzados cuando se desliza en el asiento trasero y casi cierra la puerta.

Abro la puerta del lado del conductor.

—¿No te sientas delante?

—No.

—¿Por qué?

Levanta la vista de su teléfono y se baja las gafas de sol revelando unos ojos verdes con una chispa de picardía detrás de ellos.

—La estupidez no te queda bien, Jorge. —Se vuelve a poner las gafas de sol sobre los ojos y se pone los auriculares en las orejas, dando por terminada la conversación.

De acuerdo, está furiosa. Enfado que puedo soportar. Si está enfadada significa que no intentará tentarme.

Al menos eso espero.

Unas tres horas más tarde, siento un calambre en la pierna y pienso que es el momento perfecto para parar a tomar agua, ir al baño y estirar las piernas. Mis ojos se mueven hacia el espejo retrovisor y apunto hacia Silv, sólo para descubrir que está dormida. Se ha quitado las gafas de sol y veo sus ojos. Las pestañas se abren sobre la parte superior de sus mejillas. Observo durante unos instantes cómo su pecho sube y baja con cada respiración. Alargo el brazo hacia ella y le sacudo ligeramente la rodilla para despertarla. Sus ojos se abren de golpe y veo la desorientación en sus ojos somnolientos.

—¿Qué? —dice, pero su tono no es agudo ni enfadado.

—¿Quieres algo de aquí? ¿O salir un momento?

—¿A qué distancia estamos de casa?

—Unas cinco horas más.

Amor InesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora