Introducción

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Siempre me había considerado un chico agradecido. Lo tenía todo en mi hogar en un vecindario llamado Green Valley en el estado de Texas. Vivía con mi amorosa madre, Lynda Hemsley, quien era una gran fanática de la pintura y la repostería, que desde hace doce años logró ver por ambos por medio de su arduo trabajo en una pequeña pastelería ubicada cerca del centro de la ciudad de Houston. Mi mejor amiga, Mina Jacques, una fantástica chica que estuvo conmigo durante momentos muy amargos, apoyándome y yo apoyándola desde que nos conocimos en la preparatoria e, increíblemente, quedamos juntos en la misma universidad; el Instituto de Ingeniería Royalty, y en las mismas clases. Por último, pero no menos sobresalientes, mis tíos; Richard y Mary Anne Vaughan.

Ellos eran demasiado atentos con mamá y conmigo, se convirtieron en los únicos familiares con los que formamos un círculo demasiado allegado, además de que mi madre era hermana de mi tío. Asimismo, su hijo; Lenko Vaughan, mi primo que en realidad no lo veía como tal. Para mí era un hermano. Un hermano que me brindó su apoyo desde que éramos pequeños. Suponía que nos teníamos un cariño muy grande debido a ser hijos únicos. Hacíamos muchas cosas juntos y también visitábamos algunos lugares a pesar de que yo prefería quedarme enjaulado en casa. Encima, debido a que mis clases los últimos ciclos escolares habían sido en el turno vespertino y mi casa en Green Valley se hallaba algo alejada del instituto donde asistía, vivía con ellos en un vecindario a las faldas de la ciudad llamado Evermore Woods, así no gastaba tanto dinero en pasajes, renta de dormitorios —no quise quedarme en los que ofrecía la escuela— y no tenía problemas con llegar a tiempo.

Durante mi tiempo de estadía con mis familiares les ayudaba en las labores del hogar, eran muy activos en sus trabajos —los dos doctores en el Wellright Hospital al norte de la ciudad—, algunas veces llegaban muy tarde a la casa o no se encontraban y por eso me encargaba de darles una mano junto con Lenko. Era lo menos que podía hacer por todo lo que habían hecho por mí. Y eso mismo era algo triste ya que casi no los veía entre semana.

Mi padre falleció por un accidente automovilístico al regresar de su trabajo cuando yo tenía siete años. Lo extrañé, lo extrañaba y lo extrañaría siempre. Aun si él ya no estaba con nosotros su presencia siempre se sentía abrazándonos, haciéndonos saber que fuera donde fuera que las almas de las personas iban al fallecer, él seguía tan presente, retratado en cada foto que yacía colgada en las paredes de nuestra casa o descansando sobre los muebles en sus enmarcados.

Siempre me había considerado un chico azulado. Igual era mi color favorito: azul. El azul también podía tomarse como una definición de estar triste. Eso siempre me pareció demasiado poético. Me gustaba ser profundo con las cosas o mis sentimientos, aunque no gritándolo al aire mayoritariamente, los resguardaba en mi mente. Mi mente era una catedral de ocurrencias. El «ser azul» para mí era un intrigante sinónimo de estar triste. Me sentía triste la mayoría del tiempo, sin embargo, había aprendido a vivir con ello. Podría incluso decir que solía sentirme bien cuando estaba triste. Estaba mal acostumbrarse a la tristeza, no podía ser un amante de la misma.

Entendía que todos por dentro estábamos un poco tristes, unos a lo mejor en un mayor porcentaje que otros. Era triste estar triste, pero estaba bien estarlo, y estaba mal estarlo. Era un juego retorcido. Suponía que pese a sentir esa tristeza en mi interior todavía desconocía ciertos secretos que esta ocultaba.

De entre mis pasatiempos se encontraban el dibujo que, pese a no ser muy bueno, me gustaba desde que tenía seis años. Amaba leer, en mi habitación contaba con una repisa destinada al acomodo de mis libros. No poseía demasiados, pero confiaba en que poco a poco los espacios en ella se reducirían.

Otro de mis pasatiempos, el más sobresaliente, era que adoraba ver el cielo. No sabía por qué las nubes; estratos, nimbostratos, cúmulos, cumulonimbos, cirros y cirrostratos causaban en mí una emoción descomunal. De grande me gustaría poder comerme las nubes. Las estrellas y la luna me fascinaban a niveles inimaginables de igual modo. Todo me parecía realmente grandioso; cada punto luminoso, cada figura que le daba a las nubes, el bello resplandor de la luna en lo alto. El azul antes del amanecer o después del atardecer.

Until SunriseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora