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A través del vidrio frontal del auto me fue permisible admirar cada vez más cerca la fachada delantera del instituto. Durante el camino, Holsen fue contándome chistes bastante malos, o quizás no lo fueron. Mi atención estaba centrada en formular una buena suplica para Bones. No dejé de frotarme las palmas de las manos contra la mezclilla del pantalón debido al temor, esperaba poder arreglar para bien el asunto porque mi estómago comenzaba a hincharse con todos los nervios que iban creciendo dentro de mí.

—¿Quieres que pase al estacionamiento? —dijo Holsen.

—Puedes dejarme cerca de la entrada, por favor —contesté.

El auto se detuvo. Me coloqué la mochila sobre los hombros, listo para la carrera contra reloj para buscar Bones. Saqué la credencial escolar.

—Ya llegamos, Gárgola —Holsen apagó el automóvil. Me miró, sonriente, notando mi histerismo a punto de explotar —. Oye, relájate, vas a estar bien. Respira —me sostuvo de la mano —. De verdad que eres un ñoño.

—Cállate —le di un golpecito en la pierna. Abrí la puerta y saqué uno de los pies —, ¿acaso te es divertido mi sufrimiento?

—Nah, te ves gracioso alterado, Leoncito —saltó los labios y las cejas en una expresión coqueta —. Me gusta.

—Te gusta porque soy todo un arlequín —salí del interior sin quebrantar la conexión visual con él —. Antes de irme quiero agradecerte, no solo por haberme traído, sino por toda la tarde acompañándome. Me la pase bien contigo, eres un chico fenomenal. Si no hubieses insistido en el parque seguramente mi decadencia habría perdurado —sonreí con grata sinceridad —. Este día fue magnífico gracias a ti. Gracias.

—Fue un placer —se regocijó, acariciando el volante —. Igual me diste un día muy divertido. Fue increíble. Eres alguien con quien podría pasar horas sin aburrirme porque cada segundo a tu lado es como vivir la vida al máximo. Todo fue lindo, claro, a excepción del idiota homofóbico —puso los ojos en blanco, todavía era evidente su molestia —, ese imbécil puede irse mucho a la mierda.

—Olvida esa amarga experiencia. Lo que me importaba era que no tuvieses problemas por su culpa.

—Me pudiste tranquilizar... agh, mierda —se recostó sobre el respaldo del asiento —. Lamento haberme puesto así de agresivo, es que... e-es que ese sujeto te empezó a insultar y... y-y-y en todo lo que podía pensar era en hacer que se callara. Que no te faltara el respeto —suspiró —. No quiero que ningún idiota se meta contigo.

—Está bien, y créeme que agradezco que hayas estado allí —me estiré para tocarle el hombro —. Mírame.

—Te miro —hizo caso.

No dije nada, lo que hice fue dar risillas que se le contagiaron por cómo sonaban y no me refería a una entonación aguda o grave, me refería al ritmo, o quizás era cosa del ambiente, tal vez era percepción. O era el que ambos comenzáramos a reírnos más fuerte sin haber dicho o hecho algo.

—Bueno, es mejor que me dé prisa a buscar a la profesora —saqué del bolsillo del pantalón dos sobrecitos de jalea de fresa y se los entregué —. Toma.

—Gracias, Gárgola —los agarró. Sostuvo uno de ellos con los dientes —. Te mando mensaje más tarde, ¿sí?

—Seguro. Hasta luego, Cálido Mesero.

Y como si el azul de sus irises me dijera «sigo aquí», me sentía acompañado incluso después de la despedida.

Me sentía acogido.

Me sentía acogido

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Until SunriseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora