CAPÍTULO 22: TRADICIÓN

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CRILAC

—¿Para qué han venido Kadar y Nakaia? —me preguntó Sabi.

—Verás... hay algo que no te he dicho todavía, porque me pareció que saberlo solo te pondría más nerviosa.

Se frenó, aunque quedaban pocos metros para llegar a la casa. Yo la imité y me giré para mirarla. Sus ojos se clavaron en los míos, a la espera de que continuara hablando.

—Pienso cumplir con lo que ha ordenado la reina Achkal, y no te tocaré. Pero hay algo que sí debemos hacer antes de entrar.

—¿Qué?

—Sacarnos la ropa.

—¡¿Qué?! ¡¿Es que los trolls estáis locos?! ¡No me voy a desnudar!

—Princesa, ¿vas a casarte con él y te da miedo que te vea desnuda? —preguntó Nakaia—. ¡Por favor! Es ridículo. Aprovecha las oportunidades que te da la vida y disfruta de ese cuerpo macizo que te ofrece Crilac...

—¡Nakaia! —me quejé, y la risa de Kadar llegó hasta mis oídos haciendo que lo fulminara también a él con la mirada.

—Es la tradición —se defendió encogiéndose de hombros.

Comencé a desatarme las botas. Sabi me miró, nerviosa.

—Se supone que esto se hace para que tengas la oportunidad de conocer con quién te vas a casar, a fondo, antes de hacerlo —le explicó Nakaia intentando tranquilizarla—. No entiendo por qué los humanos lo hacéis al revés. ¿Y si no os gusta cómo..., luego qué?

—Nakaia, cállate. No ayudas... —le gruñí.

Terminé de desvestirme (sin que Sabi se atreviera a mirarme) y recogí mis cimitarras dejando la ropa frente a la puerta.

—Ya puedes irte, Kadar —le dije, y él asintió.

En vez de entrar a la casa, me alejé hacia el manantial para limpiar mis heridas con el agua helada. Cuando regresé, Nakaia ya no estaba allí, y tampoco Sabi. Su ropa estaba en el suelo, al lado de la mía.

Abrí la puerta de la casa y el calor del fuego me recibió invitándome a entrar. Volví a cerrarla tras de mí y avancé hasta la mesa. Dejé mis cimitarras encima y me giré hacia la cama. Cuando alcé la mirada pude verla a ella, entre las mantas, envuelta de forma en que solo su cuello y parte un hombro eran visibles para mí.

—¿Tanto te afecta que te vea? —quise saber—. ¿Nunca has estado desnuda frente a un hombre? ¿Ni siquiera eso?

—¡Claro que no! —se quejó—. Soy una princesa.

—Oh, vamos, si no tiene nada de raro. Nacemos desnudos, es natural.

—No es solo eso, es que...

—¿Es que qué? —insistí, al ver que se quedaba callada y bajaba la mirada con las mejillas encendidas.

—Es que me da vergüenza y... Y además, sé que no soy el tipo de mujer que te gustaría tener en tu cama.

Su respuesta me desencajó.

—¿Por qué lo dices?

—Porque soy humana, para empezar.

—Eso no te hace menos mujer.

—Pero sí menos... atractiva para ti.

—¿Ah sí? —Me acerqué a la cama, y sus ojos descendieron fugazmente por mi cuerpo, pero la vergüenza hizo que volviera a desviar la mirada—. ¿Y qué te hace pensar que eres menos atractiva?

No respondió, y fui consciente de que la estaba poniendo incómoda. Porque estaba insegura, insegura de sí misma frente a mí.

—Sabi, puedo aceptar la vergüenza, pero no que dudes de ti. No tú.

Me incliné hacia ella y, con un solo movimiento, tiré de la manta arrancándosela de encima. Se retiró hacia atrás cubriéndose con las manos y buscó con la mirada, desesperada, algo con lo que ocultar su cuerpo. Cogió una almohada, pero también se la saqué, lanzándola a un lado, y cuando se disponía a coger la siguiente hice exactamente lo mismo.

—Me gustas.

Sus ojos se clavaron en los míos al escucharme decir aquello, y por un momento se olvidó de las almohadas.

—Y me gusta mirarte —agregué, recorriendo cada curva de su cuerpo, era exquisita—. Que intentes ocultarte hace que mis ganas de verte, de tocarte, se vuelvan más difíciles de ignorar. Si tan solo fueras consciente de lo que me cuesta, en este momento, no desobedecer a la reina...

Bajó la mirada, y al ver mi erección, las mejillas se le tiñeron todavía más haciendo desaparecer todas sus pecas.Yo sonreí.

—Puedes cubrirte si quieres. —Le devolví la manta—. Pero es inútil que creas que no te deseo. Eres la mujer que pienso tener en mi cama, esta y todas las noches a partir de ahora.

Dicho aquello, me acosté a su lado dándole la espalda. No tardé en sentir su cuerpo acomodándose sobre el colchón justo detrás del mío, aunque sin rozarme, y cómo nos cubría a ambos con la manta.

—Gracias, Crilac, por intentar que todo esto sea... mejor. Y era cierto cuando dije que el anillo es perfecto, me encanta, y aprecio cuánto te has arriesgado para conseguirlo...

Me giré, y se quedó callada cuando nuestros ojos se encontraron tan de cerca.

—Si no me hubiera arriesgado, habría sido lo mismo que demostrar que no me importas, y no puedo permitir que eso pase. Vas a ser mi reina, Sabi, la reina de los trolls. No mereces menos. Era cierto cuando yo dije que quiero dártelo todo.

Volvió a escapar a mi mirada. Yo inhalé, sintiendo el aroma de su piel sin el perfume que llevaba cuando la había conocido. Su olor era dulce, y resultaba mucho más tentador sabiendo que su cuerpo, desnudo, estaba al alcance del mío... Así que, arrepintiéndome de haberlo hecho, volví a girarme dándole la espalda.

Ella suspiró, y sentí cómo volvía a acomodarse, esta vez de espaldas a mí.

—¿De veras crees que va a salir todo bien? ¿Y que merezco el título de reina de los trolls?

Otra vez, me sentí como si volviéramos a estar cada uno del lado opuesto de la pared. Pero en esta ocasión, no dudé al responder:

—No le ofrecería ese título a nadie más. Mañana tendré otra oportunidad de demostrarte cuánto lo mereces. Ahora duérmete, princesa, porque si no me dejas dormir a mí, voy a terminar haciendo algo indebido... Descansa, Sabi.

—Descansa, Crilac.

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La Princesa y el Cortejo del Príncipe de los TrollsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora