CAPÍTULO 10: DUDAS

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CRILAC

No podía creer que fuera ella, que Sabi estuviera allí, en mi celda y con las llaves en sus manos. Había pasado la noche entera dudando de todo, y sobre todo, de ella. Me había preguntado tantas veces si se atrevería a venir, si lo lograría, que había preferido creer que no, en vez de tener que enfrentarme a la incertidumbre y aceptar que mi libertad era algo que no recuperaría.

Ahora que la tenía delante, no podía estar más sorprendido.

Pero no solo por eso, sino porque era una noble, sin duda. Una noble muy valiente, o muy ilusa. Quizás una combinación de ambas, por cómo me estaba mirando con aquellos inquietos ojos pardos. Aunque se cubría con una capa, las joyas y el fino vestido que llevaba debajo eran difíciles de ocultar si no se la cerraba con ambas manos. Y era... distinta a como me la había imaginado.

Era alta, y aunque delgada, no parecía tan frágil como las demás humanas. Tenía la piel rosada, un decorado de pecas en la nariz y las mejillas, y llevaba el cabello rubio trenzado con pequeñas flores blancas. La forma en que sus labios se separaron cuando sonreí hizo que olvidara todas mis dudas.

—Me alegro de verte, Sabi. —Extendí mis brazos hacia ella, ofreciéndole los grilletes para que me los sacara.

Iba a contestar pero dudó y, finalmente, se quedó callada. Pese a estar visiblemente nerviosa, se atrevió a acercarse y metió la pequeña llave en la cerradura de uno de mis grilletes. Mientras lo hacía yo no podía dejar de mirarla, intentando descifrar qué clase de criatura era aquella. ¿Es que no se daba cuenta de lo que estaba haciendo? ¿De veras creía que liberándome a mí, estaba salvando a Érfensten y los demás reinos humanos de una guerra contra los trolls?

En realidad, nos estaba salvando a nosotros de ellos.

Apenas me hubo quitado el grillete de la primera muñeca le saqué la llave de la mano y continué yo, impaciente por liberarme de aquellas cadenas. Ahora era ella la que no me sacaba los ojos de encima a mí, aún sin decir nada.

Terminé de liberar mis tobillos y estiré las piernas sintiéndome casi libre. Entonces volví a girarme hacia ella, y esta vez, aunque se sobresaltó, no desvió la mirada.

—¿Sabes cuántos guardias hay? —pregunté, y avancé llave en mano hacia la puerta.

Se retiró a un lado para dejarme pasar, como si quisiera mantener una distancia de seguridad. Me detuve antes de meter la llave en la cerradura, y me volví hacia ella aún en espera de una respuesta.

—Dime que esto va a salir bien —soltó, y aunque su voz sonó débil, la fuerza que me transmitió con aquella mirada hizo que, más que una súplica, sonara como una orden.

—Tiene que salir bien. Y para eso necesito conocer cuántos guardias hay. ¿Lo sabes o no?

—Son veintidós. Hay uno patrullando, los demás subieron a comer...

—¿A comer? —Fruncí el ceño, extrañado.

—Sí. Y si todo sale según mis cálculos, no deberían darnos problemas durante la próxima hora.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Puse somnífero en su comida.

—Bien pensado. —Sonreí, y no pude evitar volver a preguntarme qué clase de humana era aquella, capaz de realizar una maniobra tan arriesgada. —Ahora sígueme de cerca, no te pierdas, y no grites. ¿Entendido?

Ella asintió, y afirmó la capa sobre sus hombros ocultando cada centímetro de su vestido bajo la tela.

—Entonces vámonos.

Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta sin hacer ruido. La sensación de libertad que me colmó al salir de aquella celda hizo que sintiera que ya era libre, y que nada ni nadie podría evitar que escapara de aquel detestable reino humano. Kadar y Nakaia podrían volver a Drartés, y juntos regresaríamos a las montañas.

Sabi me siguió en silencio tal y como le había pedido que hiciera. Esquivamos al guardia que patrullaba y nos dirigirnos hacia la habitación donde guardaban las pertenencias de los reclusos. Allí me esperó, mientras yo me ataba las correas de mis dos cimitarras. Sentir su peso nuevamente sobre mi espalda me resultó tan placentero como la idea de regresar a casa. Recuperé también las muñequeras, el cinturón con el cuchillo de caza y mi pañuelo, y me rodeé el cuello con él cubriéndome también la cabeza a modo de capucha.

Cuando me volví hacia ella me estaba mirando, como si no pudiera creer lo que acababa de hacer, que aquel troll armado se había liberado en el castillo de Érfensten gracias a ella, y que ya era demasiado tarde para arrepentirse.

Sonreí otra vez, mostrándole mis colmillos con satisfacción.

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La Princesa y el Cortejo del Príncipe de los TrollsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora