—La ley, al igual que la vida, es siempre un estudio de pruebas...
Las palabras de su libro de texto revolotearon sobre la mente de Natasitt Uareksit y conjuraron la familiar frase de su amigo y compañero de estudios Saint Suppapong:
—Sí, bueno. La vida es una prueba que chupa tu alma tanto si sobrevives como si fallas. Personalmente, yo pienso que el fracasado apesta, así que intento sobrevivir y reírme de todos los perdedores.
Una triste sonrisa curvó sus labios cuando el agridulce dolor laceró su corazón. Recordaba a Saint y su forma cáustica de tomarse la vida, el amor, la muerte, y todo lo que hubiese entre ellos. Ese hombre había sido capaz con una frase de darle la vuelta al negocio de un don nadie.
Dios, como lo extrañaba. Él había sido la cosa más cercana que había tenido, y no había un día que no sintiese su ausencia en la parte más profunda de su alma.
Todavía no podía creer que él se hubiese ido.
Eso sucedió ya muy entrada la noche, seis meses atrás, su madre, Cherise Suppapong, había sido encontrada asesinada en su casa de Bourbon Street mientras Saint había desaparecido misteriosamente sin dejar huella. Las autoridades de Nueva Orleáns estaban convencidas de que Saint era el responsable de la muerte de su madre.
Nat lo conocía mejor.
Nadie sobre la tierra quería más a su madre de lo que Saint amaba a la de él. Si Cherise Suppapong estaba muerta, entonces también lo estaba Saint. Nadie habría sido capaz de herirla sin enfrentarse a su furia. Nadie.
Nat estaba seguro de que él había ido tras de quienquiera que hubiese asesinado a su madre y acabase con su propia muerte. Lo más seguro, él estaría tendido en el fondo del Bayou en alguna parte. Eso era por qué nadie lo había visto desde entonces. Y ese conocimiento lo hizo trizas. Saint había sido un buen, caritativo hombre. Un verdadero confidente y generalmente un tipo divertido en muchas maneras.
En su formal, falto de imaginación mundo en el que tenía que asegurarse de que nunca hiciese o dijese algo malo, él había sido un soplo de aire fresco y una maravillosa dosis de realidad. Eso era por qué quería recuperar a su amigo tan desesperadamente.
Como el mismo Saint decía, su vida básicamente lo succionaba. Sus amigos eran vacíos, su padre neurótico, y cada vez que pensaba que le gustaba un chico, todo lo que su padre lo podía hacer era darles un cheque con fondos más que suficientes al chico y a toda su familia y luego decirle por qué él era socialmente inaceptable. O, peor, inferior a ellos.
Realmente odiaba la frase.
—Tú tienes un destino, Nat.
Sí, estaba destinado a terminar en un sanatorio mental o solo para el resto de su vida a fin de que de ningún modo pudiese alguna avergonzar a su padre o a su familia.
Suspiró cuando miró su libro de derecho sobre la mesa de la biblioteca y sintió el familiar pinchazo de lágrimas en la parte de atrás de sus ojos. A Saint nunca le había gustado estudiar en la biblioteca.
Cuando él había estado en su grupo, todos ellos se habían metido apretujadamente en su casa cuatro días a la semana para estudiar juntos.
Ahora esos días se habían ido y todo lo que le quedó era insípido, inseguros fanfarrones que sólo podían sentirse mejor con ellos mismo empequeñeciendo a todos los demás.
¿Está todo bien, Natha?
Nat se aclaró la garganta ante la pregunta de Davika Hoorne. Davika era una rubia alta, perfectamente esculpida. Y la Nat quería decir, esculpida. A los veinticuatro, Davika ya había tenido seis cirugías plásticas diferentes para corregir las imperfecciones leves de su cuerpo. En la escuela secundaria Davika había sido la primera debutante de Nueva Orleáns, y ahora era la belleza reinante en la Universidad de Tulane.