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Billy sabía que iba a tomarle un tiempo recuperar la apariencia que tenía antes del accidente, y de la que había estado tan orgulloso. Era plenamente consciente de ello. Y aún así le estaba siendo imposible mirarse al espejo sin sucumbir en una profunda depresión.  

Se quedó contemplando su reflejo lamentándose en su fuero interno.Sus ojos se hundían en ojeras púrpuras. Sus labios estaban azulados y mortecinos. Como había perdido la práctica totalidad de su masa muscular por la prolongada postración, las costillas y los huesos de la cadera eran visibles bajo la piel, pálida y cetrina.

Además, tenía recuerdos del accidente en el torso y partes de los brazos en forma de hundimientos y relieves y remolinos de tejido cicatrizado, que no sabían si definirse como mordeduras, dentelladas, quemaduras o carne molida.

Y lo peor era que constantemente se sentía invadido por una debilidad aplastante.

No obstante, ese había sido un buen día y se había sentido más fuerte y optimista. 

Tomó su balón de canasta, y con él bajo el brazo, salió de la casa a la frescura de la tarde.

Se posicionó frente al aro que había montado sobre la entrada del garaje y rebotó el balón unas cuantas veces. Tan sólo el sonido de la bola golpeando el suelo lo retrajo a mejores tiempos y lo llenaron de paz.

Lanzó el balón sin pensarlo demasiado, depositando su confianza en su memoria muscular.
La pelota se alzó en dirección a la canasta, pero su trayectoria se desvió hacía el suelo antes de siquiera rozarla, rebotó hasta chocar contra la puerta cerrada del garaje, y regresó dando botes cortos hacía Billy.  

Con gesto de determinación, el muchacho recuperó el balón y lo levantó hasta la altura de su pecho y lo hizo girar entre las manos.
Murmuró en voz baja. Se dijo que no había sido para tanto, y que el siguiente tiro no iba a fallar.
Respiró profundo varias veces, enfocó hacía un punto encima de la canasta y lanzó con todas sus fuerzas. 

Sin embargo, una vez más, la bola erró su objetivo. 

Aceptando su derrota y con un nudo de frustración formándose en la garganta, Billy dejó que la bola rebotara y rodara frente a la casa, mientras que él se sentaba en el pasto crecido del jardín. 

Mientras Billy se sumergía en sus pensamientos, el balón se había detenido, frenado por las hojas de un terco diente de león que había brotado en una estrecha grieta en el concreto. 

Ensimismado como estaba, Billy a duras penas fue consciente del instante en que su hermana pasó frente a él en dirección a la puerta, y de un momento a otro, Steve Harrington se encontraba sentado a su lado, jugueteando con la bola anaranjada y una sonrisa reconfortante en los labios. 

Sorprendido por su llegada inesperada, Billy lo miró unos momentos antes de permitirse apoyar su cabeza en el hombro del apuesto joven y cerrar los ojos.
Steve se lo consintió, percibiendo la angustia en la expresión del rubio.  

—¿No te sientes bien? —preguntó Harrington con voz suave y preocupada. 

—Cansado... —balbució Billy, sin la energía suficiente para explicar la compleja mezcla de emociones que lo abrumaban. 

—¿Estuviste practicando? —preguntó Steve dando una palmadita sobre el balón—. ¿No te excediste, verdad? 

Como única respuesta, Billy resopló una risa ahogada, amarga. Que si se había excedido... 

Amores extraños (Steve x Billy - Harringrove)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora