Farsa de amor a la española

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Catalina -me llamó Aaron a mi izquierda-, ¿alguna vez anduviste en auto?

-¿Qué? Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas? -Fruncí el entrecejo desde mi posición en el borde del asiento del copiloto, con las rodillas tocando el tablero. Analizó mi postura. Ah-. Bueno, para que lo sepas -agregué rápido, siempre me siento así. Me encanta verlo todo de cerca. -Fingí estar concentrada en el tránsito. Me encaaaanta la hora pico. Es tan...

Frenó de golpe y todo mi cuerpo se fue para delante tan de repente que cerré los ojos por acto reflejo. Ya me imaginaba el sabor del plástico que cubría las delicadas líneas del tablero y de los lujosos detalles de la madera. Pero algo me detuvo a mitad de camino.

-Jesús. -Escuché que murmuró.

Abrí un ojo y pude ver al camión de reparto que se nos había cruzado. Después abrí el otro ojo y, cuando bajé la mirada, descubrí el motivo por el que mi cara no estaba estampada en la superficie pulida del tablero. Una mano. Una grande. Con los cinco dedos abiertos sobre mis clavículas y, bueno, mi pecho. Antes de que pudiera pestañear, me estaba empujando hacia atrás. Un concierto de chillidos acompañó el movimiento hasta que toda mi espalda estuvo contra el respaldo.

-Quédate ahí. -La orden llegó desde la izquierda mientras sus dedos me calentaban la piel a través de la fina blusa-. Si te preocupa el asiento, es solo agua. Se secará.

Sus palabras no me dieron seguridad porque sonaba tan enfadado como hacía unos minutos. O quizá más. Apartó la mano con un movimiento enérgico y firme. Tragué con fuerza y tomé el cinturón de seguridad, en el sitio que había ocupado su mano.

-No quiero arruinarlo. -No lo harás.

-De acuerdo. -Lo observé de costado. Tenía la mirada fija en el camino y le disparaba rayos al responsable de esa maniobra tan peligrosa. Gracias.

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