Introducción... (O llamémoslo mejor, un preámbulo oscuro)

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Arleth Garcia a veces maldecía su existencia que la forzaba a trabajar para ricos insencibles como David MacMillan, que trataban a la gente humilde como ella, como si fueran las alfombras con las que limpiaban sus pies. Si no tuviera que trabajar para ganar dinero y así ayudar a su familia, y el salario en la mansión no fuera realmente bueno, hacía mucho tiempo que se habría ido de allí o cambiado de empleo. Pero no podía engañarse. Alguien como ella, sin estudios, sin talento para nada más que hacer trabajos de limpieza hogareña y sin conexiones en un mundo donde solo los poderosos mandaban, el único modo de ganarse honestamente el sustento era aquel, ser una más de las doncellas de la mansión MacMillan.

Había encontrado el empleo un año antes, gracias a una amiga, Liza, quien le había hablado del lugar donde estaba laborando y del buen salario que estaba recibiendo. Arleth no lo había pensado dos veces. La primera vez que puso un pie en la mansión, casi se atragantó, sobre todo al ver el interior de la residencia. El mayordomo y el ama de llaves la habían entrevistado, y finalmente le habían otorgado el empleo, luego de hacerle firmar un documento en el que se comprometía a: No divulgar absolutamente nada que presenciara y/o escuchara dentro de la mansión con referencia a la vida personal del señor MacMillan. En un primer momento no había entendido a qué se referería aquel extraño contrato y qué podría haber de misterioso en la vida de aquel joven. Solo días después se había dado cuenta de que todo no era tan color de rosa.

El señor de la casa, un hombre excesivamente joven y apuesto, era un auténtico tirano. Entre la servidumbre lo apodaban La Bestia. Todos temblaban ante el sonido de su voz, y a su presencia había que inclinar la cabeza. Para Arleth aquello era extremo, que en pleno siglo XXI, todavía se demostrara tamaña sumisión ante un simple mortal. Pero ella misma no era ajena a descubrirse sometida frente al señor MacMillan.

Más adelante fue descubriendo las razones por las cuales había tenido que firmar un contrato de confidencialidad. Arleth residía en un barrio pobre en las afueras de la ciudad. Un sitio donde se sentía asqueada y fuera de lugar, en sus constantes fantasías pretenciosas de ser rescatada por un millonario, estilo el señor MacMillan, que la sacaba de aquel submundo sucio, de edificios desvencijados y casas con fachadas deterioradas; de callejones infestados de basura y desperdicios; de locales de mala muerte y gente ordinaria, sin recursos, que arañaban la vida para subsistir. Fue en uno de esos barrios cercanos al suyo, que reconoció, una noche en la que había salido a dar una vuelta con su novio, al señor MacMillan, acompañado de un sujeto con el que se estaba besando a la salida de un edificio.

Ya había escuchado rumores referentes al joven millonario, principalmente de Liza, que era muy dada a los chismorreos, pero se había negado a darles credibilidad ¿Cómo podía alguien tan hermoso y varonil, ser un marica? Pero ahí estaba la respuesta, a solo unos metros de ella. Su jefe estaba allí mismo, vestido con ropas comunes mientras se besuqueaba con otro tipo. A Arleth no le disgustaban los homosexuales. Tenía bastantes conocidos que lo eran y no tenía nada en su contra, pero descubrir que su jefe era gay la había llenado de un sentimiento de ira y frustración. Nunca le había contado a nadie su descubrimiento, ni siquiera a Liza. Temía hablar y que le descubrieran y verse envuelta en problemas. Prefirió callar. Hasta una semana atrás...

La mansión MacMillan era el lugar donde Arleth Garcia hallaba un poco de consuelo, convenciéndose de que había algo de belleza en el mundo y no el nido de cucarachas donde había vivido toda su amargada vida. Su trabajo no era excesivo. La mansión tenía cuatro plantas. La primera, en la que se encontraba la biblioteca, la piscina, el gimnasio, el salón de música, la cocina, el gran comedor, habitaciones de los empleados y otras estancias y salones, eran mantenidas limpias entre las seis doncellas del servicio. Luego estaban los pisos superiores, destinados a las recámaras de invitados y otros recintos entre los que se hallaba el salón de proyecciones, o mini-cine y el despacho del señor MacMillan. La cuarta planta la atendía Renata e Isadora, quienes llevaban dos años trabajando en la mansión. Realmente eran las que menos trabajo tenían, pues la última planta siempre estaba vacía y solo mantenían la limpieza que ejecutaban una vez a la semana. Tenían bastante tiempo para cotillear, a no ser que la señora Davis les encomendara el cuidado de la ropa del señor MacMillan, dígase lavado y planchado.

EN LOS OJOS DE LA BESTIA (2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora