Ⅺ ❆ «El cielo nunca está vacío»

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No fue tanto el hecho de que Rigel comenzara a mostrar su verdadera naturaleza, sino lo rápido que todo empezó a encajar. A pesar de tener su plan al alcance de la mano, Enoran se sintió como una pieza descolocada.

Tal vez era la incomodidad de ver al príncipe cooperar en su propia venganza, o tal vez era lo poco que comprendía sobre la mente de Rigel. Quizás lo que más lo molestaba era el crecimiento incontenible del enojo a medida que la satisfacción se apoderaba de él. ¿Tenía algún sentido? Buscar una respuesta podría parecer absurdo.

—¿De qué secretos estamos hablando? —inquirió Enoran.

—De todos —respondió Rigel, alzando su vista a las estanterías de libros y viajando por cada rincón de la habitación, como si quisiera que Enoran viera algo más—. Los conoces y te elegí por eso. Necesito que en medio de la coronación, le muestres a todos cada uno de los secretos que la Corte de Escarcha se ha encargado de ocultar todos estos años.

Enoran se esforzó por procesar la envergadura de lo que se le pedía, pero la complejidad de la situación parecía enredarse aún más en su mente. La agitación de sus emociones lo sumergía en un caos de pensamientos.

—No te estoy siguiendo —admitió Enoran—. ¿Por qué querrías acabar con el orden de tu propia nación y armar un caos que no te favorece? —Dando un paso adelante, Enoran obligó a que Rigel volviera a mirarlo—. Peor aún, joven alteza... ¿Por qué yo te creería? Tu nación no ha hecho más que cazar y matar astrómanos desde la guerra de Orión e incluso antes. ¿Ahora quieres ser el príncipe bueno? ¿Por qué?

—No es sobre héroes o villanos —replicó Rigel volviendo a entrecerrar sus ojos con reproche elegante—. No busco ser el héroe de nadie ni el villano de mi propia nación, porque no existe tal orden del que hablas. No hay equilibrio si alguien está ajustando la balanza para que se incline sin esfuerzo mientras coloca vendas en los ojos de los observadores.

—Eso yo lo tengo claro, créeme. Pero... ¿tú?

—No te preocupes por mis motivos, Enoran. Viniste para esto, ¿no es así? Hazlo porque te abro el camino, no busques respuestas que quizás no comprendas.

Rigel se volvió hacia el telescopio una vez más, y Enoran tuvo que luchar contra el impulso de poner fin a todo en ese mismo instante. No por reprimir su resentimiento y aprovechar la grandiosa oportunidad, sino porque genuinamente sentía una chispa de curiosidad por conocer al Hijo de la Escarcha. La visión que vio aquella mañana sólo podía señalarlo a él como el desencadenante.

—¿Qué es lo que te asegura que lo que busco en este castillo es romper el orden de Crystalmond y armar caos? —preguntó Enoran.

—No, no es por eso que estás aquí —respondió Rigel—. Pero creo que en alguna parte de ti hay un deseo de ver a los poderosos caídos. Te dije que esto era un beneficio para ambos. De mí puedes encargarte después, no planeo ir muy lejos.

El aliento de Enoran quedó suspendido en un latido acelerado. ¿Había escuchado mal, o era solo su mente tirando de conclusiones apresuradas?

—No sé de qué hablas —susurró, casi inaudible.

—Enoran —su nombre resonó con firmeza en aquellos labios, como una sentencia que no admitía objeciones—, no anhelas joyas, ni te importa el reconocimiento, porque todos aquí te son indiferentes. No buscas una posición, pues nada te enorgullece más que tu origen. No estás aquí para derribar una nación porque desconfías del príncipe a punto de coronar. Todo esto solo me lleva a una conclusión.

Enoran quiso responder, tal vez escapar de esa situación, pero la tranquilidad con la que Rigel pronunció esas palabras, una amenaza a su propia persona, lo dejó desconcertado.

El hijo de la Escarcha [Libro 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora