Ⅷ ❆ «Un lirio entre la yerba»

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Cuatro días habían transcurrido desde que Enoran había ingresado por primera vez al castillo, y cuatro noches en las que revisaba una y otra vez la escasa información que tenía y el poco progreso que había logrado. Por más que intentara sonsacar información a los guardias haciéndose el ingenuo o a otros miembros del personal, nadie parecía conocer a Rigel mucho más de lo que él ya conocía.

Finalmente, decidió dejar de tirar del hilo cuando comprendió que su plan era alterar el espectáculo al final de la ceremonia y revelar ante todos la verdad sobre la Corte de Escarcha. Si bien le vendría bien ganarse la confianza del príncipe, no era un paso crucial. Después de todo, planeaba eliminarlo en medio del caos resultante.

A pesar de esto, seguía sintiéndose insatisfecho. Conseguir la cercanía de una alta autoridad no resultaba ser lo que había imaginado. O mejor dicho... de alguien que suponía tener autoridad, pero que no era más que una figura sin voz ni voto.

Los entrenamientos siguientes con Lavinia consistieron en dibujar repetidamente constelaciones en el suelo hasta que sus dedos temblaban, y luego ella se retiraba sin decirle una palabra más. No volvió a brindarle sus charlas sobre la historia del cielo, parecía evitar toda pregunta y mantenerse en silencio, igual que el resto de las marionetas en el castillo. Enoran supuso que había sido reprendida de alguna manera. Era bastante evidente su poca relación con el resto de Archiduques.

Esa noche, se infiltró en el salón interior y rompió su primera regla desde su llegada. Los guardias de la torre vigilaban las zonas de los jardines y los muros altos. Aprovechó la escasa seguridad y cerró la puerta del gran salón con el menor ruido posible, logrando mover un trozo de madera de abedul de tres metros y medio.

Encendió dos velas utilizando el fuego de una que había traído consigo y ajustó las vendas en sus manos. Utilizaría su insomnio a su favor, de la misma manera que lo hacía en las noches en Modra mientras analizaba el firmamento y se sumergía en libros robados en lenguajes desconocidos que algunos piratas de los Mares Inmóviles o ciudadanos de Punta de Flecha habían perdido en apuestas borrachos en las tabernas modrianas.

Las sesiones de entrenamiento con Lavinia no eran realmente provechosas para su plan. Se limitaba a dibujar constelaciones perdidas en el suelo, variando sus tamaños e intensidades. Su habilidad no había mejorado gran cosa desde entonces.

Y en el oscuro salón de baile, Enoran estiró su cuello hacia un costado y dejó que el ardor bailara entre sus dedos hasta hacerlos olvidar el frío asfixiante del exterior. Miró el firmamento desde su lugar a través del gran cristal en el techo y apretó sus manos hasta que el brillo pintara cada cicatriz de su cuerpo. Las manchas, los antiguos moretones, las quemaduras, heridas y marcas. Enoran dejó que el calor bajo su piel se extendiera por cada rincón de su cuerpo.

Sin embargo, la luz desapareció tan rápido como un parpadeo cuando escuchó pasos detrás de él. No le sorprendió la presencia de Solstice, pero sí le inquietó el cosquilleo en su cuello. ¿Rigel andaba cerca?

—Lo lamento —dijo Solstice, deteniendo sus pasos—. No quería interrumpirte. Solo venía a advertirte que los guardias están revisando la torre. No estoy segura de las razones, pero parecen estar buscando algo. En fin... cuídate la espalda.

Se dio la vuelta decidida a abandonar el lugar. Enoran no tuvo que analizarlo mucho.

—A Rigel —murmuró, pero sus palabras resonaron en el espacio vacío del salón y reverberaron contra las paredes. Solstice lo miró con confusión—. Están buscando a Rigel.

Un príncipe rebelde, pensó Enoran, casi estirando sus comisuras.

—De cualquier forma... ¿Qué haces despierta? —preguntó Enoran.

El hijo de la Escarcha [Libro 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora