XXIII ❆ «Príncipe de hielo oscuro»

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El estruendo del exterior menguó horas después de la gran catástrofe. Las cañerías goteaban, su sonido resonaba en el suelo del pasadizo, la misma respiración era protagonista entre aquellos inestables muros. La luz emanaba de una vela a medio consumir, y el frío se sentía en cada exhalación exhausta.

Rigel apoyó la mejilla en la rodilla, atento a cualquier sonido que pudiera surgir del túnel. Lavinia luchaba contra el viento para mantener viva la llama de la vela, escudriñando a su alrededor en busca de algún indicio de paz en el exterior.

—Según mi noción del tiempo, han transcurrido aproximadamente cuatro horas —anunció Lavinia, recostándose nuevamente en la pared de piedra y tierra. Su voz, aunque susurrante, resonaba en el pasadizo como un grito apenas disimulado—. Los guardias reales deberían estar apaciguando a la multitud, la Corte resguardada ante posibles ataques, y, si no me falla mi fe en la humanidad, los rebeldes habrán salido en busca de alguna debilidad en la corona para atacar.

Rigel permaneció en silencio, su mirada perdida en la oscuridad al final del túnel, donde apenas alcanzaba la luz de la vela. Lavinia soltó un suspiro ante la ausencia de respuesta.

—¿Puedes comunicarte conmigo? —preguntó con frustración la Archiduquesa—. No has dicho nada desde que abandonamos la ceremonia.

—He dejado muchos cabos sueltos; solo estoy pensando en cómo solucionarlos. Lo siento, ¿qué has dicho?

Las cicatrices y la tierra marcaban el cuerpo de Rigel; toda la elegancia que pretendía al recibir la corona se había desvanecido junto con el caos desatado. Aunque los años de planificación habían sido meticulosos en los detalles, nunca imaginó que un pequeño error de último momento pudiera tener consecuencias tan graves. Ahora, se encontraban en un túnel de viejas tuberías del castillo, supuestamente clausurado, bajo el escenario de la guerra que se desataba en el exterior y con un asesino suelto que conocía más de Rigel de lo que debería.

—¿Vas a seguir torturándote toda tu vida? —preguntó la Archiduquesa con un tono cansado en su voz—. Sabes lo que debías hacer. La profecía tiene un propósito, cumplirse por justicia. Una vida es solo...

—No ha muerto —interrumpió Rigel, su voz más profunda por el cansancio—. Enoran está vivo.

—Así que el problema contigo no es que Enoran esté muerto, sino que esté vivo. ¿Quién entiende realmente tu confusa cabeza, Rigel?

—El problema es que sea Enoran a quien debía matar. Ese es el maldito problema. Vivo, él es mi enemigo, pero... —Rigel inhaló profundamente ante la frustración—. Pero no puedo matarlo, no yo. Ya lo he lastimado demasiado en el pasado, destrocé su hogar y lo convertí en lo que es ahora. —Levantó la mirada hacia Lavinia con un aire de molestia que reflejaba su propio odio hacia sí mismo—. Hablo de una nación entera, Lavinia. Solo tenía que matar a un hombre, y las dos razas más grandes volverían a estar en paz. Se acabaría el reinado de la injusticia, y Crystalmond volvería a ser lo que mis padres soñaron algún día. Un solo hombre, Lavinia... Y no pude hacerlo.

Lavinia se deslizó con gracia por el muro hasta quedar en cuclillas, la luz de una vela danzante iluminaba su rostro fatigado y algunos vestigios de la refriega que tuvo lugar más arriba. Rigel sabía que, más allá de sus desacuerdos, entre todos los mortales, esa mujer sería la primera en alzarse a su lado.

—Él tampoco liberó la flecha, Rigel —murmuró con la intención de apaciguar la furia que ardía en el príncipe.

—No comprendía su significado. Me deseaba muerto por lo que fuí, no por lo que podía llegar a significar mi muerte.

—Rigel... Enoran conoce la profecía.

Rigel se erigió ante esa afirmación, cargado de desconfianza.

El hijo de la Escarcha [Libro 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora