CAPÍTULO 13. La leyenda de Zelda

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El dragón casi bailaba sobre su cabeza, serpenteando y enroscándose lentamente en el aire. De su largo cuerpo, entre las escamas blancas, salían grandes cristales azules, como si de las aletas de un pez se trataran. Tenía una mata de pelo dorado en la cabeza y sus ojos eran de un extraño color que Link no era capaz de descifrar del todo desde donde se encontraba; todavía muy lejos de aquel ser, a pesar de estar casi en lo más alto de la cordillera gerudo.

–Parece que está triste.

Tureli tenía razón. El dragón blanco no estaba en silencio. De su descomunal garganta nacía una especie de cántico. Era como una elegía, como un poema de esos que al orni le gustaba recitar. Nunca se había fijado, pero una vez que lo escuchó ya no pudo ignorarlo. Hasta le dieron ganas de taparse los oídos.

–¿Qué crees que le pasa?

–No lo sé.

–Es como si hubiera perdido a alguien.

Link se preguntó si los dragones tendrían sentimientos.

–Vámonos de aquí.

Cuando pasaron junto a la torre del cañón Gerudo, los guardias les saludaron con un gesto. Allí no había nadie, salvo ellos y pronto abandonarían sus puestos para bajar a descansar a la posta de la entrada del desierto, donde Link y Tureli habían reservado un par de camas.

Viajaban juntos desde hacía dos semanas. La mañana que Link había reanudado la marcha desde la gaceta Tureli se había presentado en la entrada de la posta junto con su padre y le había comunicado su firme intención de acompañarle. Por supuesto, al principio el chico se había negado, porque Tureli era solo un niño; un niño del que no quería sentirse responsable, por mucho que hubiera demostrado que no necesitaba ayuda de nadie para sobrevivir. Al final, tras mucho tiempo de discusión, ante la insistencia del propio Tureli y la seguridad de su padre, había terminado cediendo, aunque les dijo que tendrían que separarse cuando se encontrara mejor. Al fin y al cabo estaba herido y le vendría muy bien un poco de ayuda y no solo lo necesitaba para eso.

Ahora, sin embargo, empezaba a dudar si sería capaz de pedirle a Tureli que se fuera. Quién le había visto y quién le veía ahora; puede que se estuviera convirtiendo en un blando.

O puede que, egoístamente, cuando pasara lo peor, no quisiera estar solo.

El por qué del cambio de parecer de la actitud protectora de Teba hacia su hijo, era un misterio cuyos entresijos solo los dos ornis conocían. Estaba claro que el patriarca de la tribu se había convencido ya de que su hijo era mayor y se había dado cuenta de que iba a ser capaz de grandes cosas por sí mismo, y lo cierto es que la energía de Tureli y sus ganas de ayudar parecían inagotables.

Bajaron hacia la posta cuando el sol ya estaba a punto de ocultarse tras las montañas. A la entrada del desierto empezaba a hacer calor y hacía unos días que Link ya había guardado sus ropas de invierno para dar paso a una túnica más ligera. Tureli no parecía sufrir con ese repentino cambio de temperatura, a pesar estar muy acostumbrado a climas más fríos. Es más: le fascinaba el calor.

–He visto que hay un mercader que tiene carne, ¿podemos...?

–Venga, coge una rupia roja, pero no aceptes si te pide más.

Además, el orni se mostraba muy interesado en todo lo que Link le enseñaba y explicaba y le gustaba mucho que confiara en él para ese tipo de tareas, aunque lo cierto es que el chico todavía no estaba para muchos trotes, aunque sus costillas estaban mejorando poco a poco y, por suerte, no habían tenido ningún contratiempo por el camino.

En aquella posada, vendían leña para que los viajeros se preparasen sus propias hogueras. Así que Link, mientras Tureli se ocupaba de conseguir la cena, compró un manojo y buscó un buen lugar para preparar la fogata. No había mucha gente por allí, aunque ya les habían avisado de que el bazar estaba a rebosar. Incluso había grupos instalados allí casi de manera permanente hasta que la situación en la meseta mejorara.

La Leyenda de Zelda: Las Lágrimas del ReinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora