Capítulo ocho. Problemas relativamente serios.

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Kerim

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Kerim.

Con esa chiquita, Ariana, esa mocosa que parece una mosquita y que no puede evitar estar metiendo su nariz en mis asuntos todo el tiempo, la situación se descontrola de una manera brutal. Su patético intento de pedir disculpas ni siquiera mereció una maldita mirada, ¿quién carajos se cree que soy para ceder tan rápido ante su teatro?

Aunque, en este instante, lo importante ni siquiera es eso, porque me encuentro metido en un lío que no me hubiera imaginado en un millón de años.

Resumiendo un poco la situación, ella salió del salón para buscar algo del profesor, pero el tipo se quedó corto en las instrucciones y ni mencionó que el folder en cuestión estaba en la estratosfera del estante. Eso sí, ella es como un hobbit en miniatura, no creo que llegue al metro y medio ni por asomo. Así que el profesor me encomendó la misión de ir a socorrerla porque soy el más alto y notorio de toda la jodida clase.

La cosa aquí es que ninguno de los dos puede ni verse, y yo, pues no tengo filtro en la boca, así que comenzamos a lanzarnos insultos como si fuera un duelo de rap, pero luego las cosas se fueron calentando y me puse más bravo que Hulk en esteroides.

Y entonces, mira, encontré ese maldito folder, se lo pasé pero después me di cuenta de que tenía que reorganizar todo, entonces en medio de esta pelea verbal, cuando finalmente acomodé las cosas, ella larga una frase que me sacó de quicio hasta el infinito y más allá. En un arranque de furia, cerré la puerta del estante con tal fuerza que parece que quería desintegrarla. El problema es que no se cerró bien, y la maldita puerta quedó entreabierta. Parece que seguíamos dispuestos a seguir con nuestra batalla verbal, cuando de repente, el disco duro de la computadora del profe decidió hacer un paseo improvisado y aterrizó en la cabeza de Ariana, ¡maldición!

¡Pues claro que sí! Ahí estaba yo, movido por un instinto visceral, agarré su cara entre mis manos y noté que sus ojos estaban fuera de órbita. ¿Te das cuenta de lo monstruoso que era ese disco duro en la computadora del profe? Me la pasé ahí, tratando de que siguiera conectada, aunque fuera medio consciente, y, al parecer, lo conseguí... o eso creo. Así que después de un rato ella pareció reaccionar y me culpó de inmediato. ¡Dios mío! Obviamente, no pretendía matarla con ese golpe, pero ella, insisto, una experta en sacarme de quicio.

Sé que no es momento para volverme a enojar, así que, después de reconsiderar las últimas palabras salidas de mi boca, respiro profundamente y me esfuerzo por tranquilizarme. Mi mano sigue sosteniéndola a ella, rezando para que no caiga desmayada o algo por el estilo. Mis ojos están fijos en su cabeza, preocupados de que haya sufrido alguna herida oculta. Su cabello es tan espeso que no puedo ver más allá de la superficie, pero necesito asegurarme de que el golpe del disco duro no le haya causado un daño grave.

Sujeto sus brazos con una presión decidida, acorralando su frágil figura contra la pared en un abrazo de control absoluto. En un abrir y cerrar de ojos, mi mano derecha se adhiere con firmeza a sus delicadas mejillas, limitando cualquier atisbo de movimiento de su cabeza. Mientras tanto, mi otra mano se sumerge intrépidamente en la espesura de su cabello, explorando en busca de signos de alguna herida.

CLAROSCURO © 𝙻𝚒𝚋𝚛𝚘 𝟷 『𝙀𝙙𝙞𝙩𝙖𝙣𝙙𝙤』Donde viven las historias. Descúbrelo ahora