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Entrada la noche, el príncipe Dustin se preparó para visitar a la bruja del pueblo, encerrada en el calabozo a las afueras del palacio

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Entrada la noche, el príncipe Dustin se preparó para visitar a la bruja del pueblo, encerrada en el calabozo a las afueras del palacio. Acompañado del mayordomo y dos guardias reales.

Con las manos entrelazadas detrás de su espalda, el pelinegro pensaba en los detalles que obligatoriamente tenía que tocar con Yelena. Quería saber a toda costa quién sería su rival, aquel que estaba destinado a acabar con el legado que su padre y su abuelo habían construido a base de sangre y traición. 

¿Cuán digno tenía que ser su enemigo, como para ser nombrado como la Promesa de Dios? ¿O cuán poderoso podría ser, para obtener su propia profecía? ¿Pertenecería a una familia real de otras islas? ¿Acaso se trataría de una dinastía? ¿O quizás una república? Tantas preguntas que no tenían respuestas.

Antes de entrar al complejo, escuchó lo que parecía ser una conversación, el eco distorsionaba las palabras, pero podía percibir la familiaridad en una de las voces que participaba.

—Ya sabes qué hacer, es tiempo de expiar tu pecado —susurró Yelena, observando a la nada.

—¿Con quién estás hablando, ah? —inquirió Dustin, pronto le indicó a los guardias vigilar por todo el perímetro, buscando encontrar a la persona responsable de estar ahí.

—Su corazón está nervioso, por eso está aquí. ¿No es así, alteza? —la bruja pronunció, dirigiendo su rostro al rincón donde el príncipe había permanecido de pie.

—¿Quién destruirá mi futuro? ¿A quién deberé enfrentarme para permanecer en el poder? —directamente preguntó, acercándose a las rejas de metal oxidado.

—Traerá alegría a nuestros corazones, por fin seremos liberados —canturreó la anciana, moviendo su cabeza al compás de la melodía que sólo escuchaba en su cabeza.

—Quiero que me digas nombres, ahora —exigió Dustin, desenfundando una daga que traía consigo.

—No puedo decírtelo, porque yo no lo sé. Sólo veo fragmentos del futuro majestad, símbolos, referencias. Deduzco lo que va a pasar a partir de lo que veo, no de lo que sé —la mujer explicó, aún meciendo su cuerpo en el aire.

—¿Entonces a dónde tengo que ir para saber su identidad? —el pelinegro preguntó, justo dando en el clavo. 

La mujer se detuvo, suspiró profundo, y murmuró: —Al río que conoce la verdad.

El mayordomo pareció palidecer, tambaleándose sobre su lugar. El príncipe se dio cuenta de ello, caminando hacia él:—¿Qué te ocurre ahora? 

—Majestad, sé en dónde es —declaró el hombre, bajando la mirada—. Pero...

—¿Pero qué? —apresuró Dustin.

—Nadie vuelve de ahí jamás.

Yelena soltó una grotesca carcajada.

Touching the sun | PARTE IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora