1- 𝘌𝘭 𝘙𝘦𝘤𝘭𝘶𝘵𝘢𝘮𝘪𝘦𝘯𝘵𝘰

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Los primeros rayos de sol iluminaban el firmamento. Los guardias reales se preparaban para lo que sería un día inolvidable para las mentes de todos los habitantes del reino del Oeste.

Los hombres vestidos con el uniforme que los distinguía de los demás al servicio del rey, se ubicaron en una larga fila a espera de que el portón principal del palacio fuese abierto.

Y es que, con lo exigente y minucioso que era el rey no podían cometer ningún error o de lo contrario serían enviados a la horca.

La guardia real, compuesta por cien hombres vestidos de blanco con dorado, salieron del palacio y recorrieron las principales calles del pueblo.

Las familias habían recibido la orden de abrir las puertas de sus hogares y no interferir en el trabajo de los guardias.

Ellos entraban, corroboraban el nombre de las jovencitas en el listado y luego eran llevadas hasta un carruaje.

La mañana fue pasando. El sol incrementando su brillo. Los llantos, las súplicas de familias que fueron despojadas de sus hijas. Plebeyos y nobles tratados por igual.

En la sala principal del palacio había un numeroso grupo de jovencitas aguardando por el consejero del Rey. El día había declinado. Tenían hambre y sed.

Muchas lloraban amargamente pues el miedo que le tenían al rey era tanto que preferían la muerte antes que servirles.

Otro tanto se sentían emocionadas de poder conocer al misterioso rey. El palacio era maravilloso, lleno de lujos y comodidades.

Ya se imaginaban en sus mentes de jóvenes ilusas, caminando por los largos pasillos, tomados de las manos y siendo reverenciados por todo aquel que se hallara en el camino.

La ambición podía suprimir cualquier temor. El rey podría ser el mismísimo demonio pero vivirían felices el resto de sus días. No tendrían más preocupaciones. Ya no pensarían en qué comerían, qué vestirian.

Sus padres dejarían de ser simples campesinos y convertirían en los suegros del Monarca.

Uno de los guardias ordenó silencio en cuanto el consejero hizo acto de presencia en la sala. Llevaba una hoja de papel entre sus manos.

Era tan pequeño que a muchas se les dificultó observarlo detalladamente. Los ojos cansinos del anciano se movieron sobre todos los rostros presentes; morenas, blancas, castañas, rubias, delgadas, gordas... una variedad.

El rey fue claro en cuanto a sus gustos. Gustos que llevaba anotados en aquel papel. Con ayuda de cinco guardias dio inicio al proceso de selección.

Las jovencitas fueron pasando de una a una. El consejero las medía y pesaba. Anotaba sus medidas en un cuaderno.

Cuando el agotamiento causaba mella en su sistema desgastado se exigía continuar.

Ocho horas después ya tenía el resultado. Sin mucho preámbulo se paró frente al grupo de jóvenes y habló:

— El Rey solo pidió doce jóvenes para su harén — hubo un momento de confusión y de reclamos que los guardias tuvieron que controlar — Las explicaciones no se me han permitido por lo tanto, he de pronunciar doce nombres y pasad al frente.

Doce jóvenes pasaron al frente. El resto regresó a sus hogares tal como lo había demandado el Rey. Todas de la misma edad pero físicamente diferentes.

Fueron alimentadas, luego las llevaron al área de aseo. Una parte de la servidumbre del palacio fue dispuesta para ayudar a las jovencitas. Entre ellas estaba Kaede, una anciana que se encargaría de mantener el orden y la limpieza en todas.

— El cabello siempre suelto — ordenó firme. Su porte recto demandaba autoridad y respeto. Su expresión era dura.

Fueron sometidas a una limpieza general exigente. Algunas fueron depiladas. Fueron sumergidas en aguas termales para después ser untadas de finos aceites con aromas delicados.

— No usarán ropa interior solo los días en que sus cuerpos lo requieran.

La mujer se movía de un lado para otro en aquel gran salón mientras las jovencitas eran peinadas y vestidas.

— Ninguna tiene derecho a salir del palacio. No verán a sus familiares. No saldrán de sus aposentos por las noches a menos que sean llamadas por el Rey.

Una de ellas se atrevió a alzar la mano. Era una jovencita castaña, de ojos grandes y expresivos.

— Pregunta — ordenó la anciana.

— ¿Todas vamos a dormir con el rey?

— No, todas serán presentadas ante el rey el día de mañana. Ya será trabajo vuestro ganarse la simpatía de su majestad.

Había una jovencita que parecía ver a la nada. Su cuerpo presente pero su mente tan ausente de ese lugar. La anciana se acercó a ella y la reparó con fijeza.

Una bella creación digna de admirar tenía ante sus ojos. Las palabras no le hacían justicia a tanta belleza y perfección. Se podría hasta jurar que la joven no pertenecía al reino del Oeste.

Sus largos mechones negros, tan negros como una noche sin estrellas, caían en cascada sobre sus hombros. Su rostro simétrico parecía que hubiera sido tallado por la misma mano del creador. Y sus ojos...ojos poseedores del más grande misterio.

El azul tan intenso de su mirada podría domar a la bestia mas sádica y fue por esa misma razón que el consejero no la descartó.

Hubo algo en esa joven que lo movió a ir en contra de las demandas de su rey. Y es que era tan pequeña, tan frágil.

Definitivamente la antítesis del monarca.

Al caer la noche fueron llevadas a sus aposentos después de la cena. Algunas se sintieron tristes porque no vieron al rey por ningún lado mientras que otras agradecidas por no tener que lidiar con su peligrosa presencia.

Y es que se decían muchas barbaries del actual rey que muchos le obedecían por temor.

El consejero deambulaba por los pasillos del palacio asegurándose de que ninguna de las jovencitas osara a salirse de la habitación.

El rey apareció en medio de la oscuridad. Se había quitado las ropas reales y la corona. Vestía un simple pantalón de algodón que se ceñia a sus afiladas caderas. Iba descalzo, sus pasos mudos.

— Necesito un té para calmar mis nervios — le dijo a su consejero en cuanto lo encontró en medio del pasillo.

— Su majestad, sígame por favor.

Se encaminaron hacia la cocina del palacio en donde un hombre de tez morena se movía de un lado para otro, limpiando y ordenando los enseres.

— Un té para su majestad — ordenó el anciano.

— Si señor — contestó el moreno.

El rey se sentó en el comedor. Llevaba noches sin poder dormir. Pensamientos negativos lo aquejaban.

Su padre había dejado sobre sus hombros una carga difícil de llevar.

El reino prevalecía gracias al buen juicio y proceder de su monarca pero él solo quería libertad.

 Una Esposa Para El Rey © 👑Donde viven las historias. Descúbrelo ahora