4 - 𝘊𝘰𝘯𝘧𝘶𝘴𝘪𝘰́𝘯

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Raras veces el rey, solía perder el sueño. Nada que ocurriera en el reino era suficiente para robarle la tranquilidad, para infligir temor. Su carácter temerario hacía temblar hasta el último rincón de la tierra.

No había un solo lugar que no conociera su magnificencia. El rey del Oeste era adorado así como también temido. Las doncellas lo admiraban. En sus sueños eróticos, él era el protagonista.

Sesshomaru imponía sus órdenes sin contemplación alguna. El pueblo vivía bajo su yugo. No obstante, a pesar de ser un soberano soberbio y tosco, los aldeanos gozaban de grandes beneficios que en su momento solo eran para los nobles. Para aquellos que podían darse ciertos lujos gracias a pertenecer a rangos altos dentro del reino.

La educación, la salud e incluso la recreación llegó hasta aquellos aldeanos que vivían recluidos en las montañas. Sus hijos aprendían a leer, a escribir. Sus esposas eran atendidas en el seminario episcopal sin ofrendar un solo gramo de oro. El consejo se encargaba de pagar los honorarios prestados a todos aquellos hombres nobles que viajaban diariamente.

Sesshomaru no toleraba ningún tipo de ofensa hacia su persona mucho menos para su forma de gobernar el reino. Existían unos cuantos aldeanos que no estaban de acuerdo con su actuar y luchaban hasta el cansancio para demostrarle al consejo que su rey era un tirano que se aprovechaba del poder para asesinar, para saquear otros reinos e infligir temor en sus habitantes.

Pero nadie tenía las suficientes agallas para plantarse frente a él y gritarle todo lo que solo podían recrear en sus mentes. El consejo solo velaba por sus propios intereses. Mientras el reino no sufriera una amenaza exterior, ellos siempre actuarían a favor del rey. No obstante, uno de ellos trabajaba en las sombras.

La confusión del rey era alarmante. Se cuestionaba hasta el punto de conseguir una profunda jaqueca que lo rendía ante el sueño por horas. Los antibióticos para evitar una infección en la herida le producían un sabor amargo en su boca y los calmantes para el dolor le agarrotaban los músculos.

Se hallaba solo en aquella inmensa habitación. Las cortinas, como de costumbre, evitaban que la luz exterior se filtrara en la estancia. Las emociones polulaban en su sistema como un torbellino que azotaba con fuerza, haciendo temblar los muros que cubrían su corazón.

Aquellos ojos azules lo hipnotizaron. Su juicio se nubló por instantes en donde solo deseó exprimirla entre sus manos. La mirada retadora se había grabado a fuego en su memoria. No encontró ni una sola pizca de temor en su rostro por más que la buscó.

Miró su mano con atención, aquella que tocó la piel tersa y cálida de la insolente mujer. El calor prevalecía en su palma a pesar del tiempo. Es como si la sensación electrizante se aferrara a coexistir con su ritmo sanguíneo.

El agobio comenzó a molestar su pecho y el insomnio a interrumpir sus sueños. Noches en velas, donde la penumbra de su habitación era su única compañera.

La puerta fue abierta por su consejero. Un grupo de seis hombres de la guardia real entraron seguido de él. Se posaron frente a la cama del rey con sus espadas desenbainadas y listos para atacar de ser necesario.

El tintineo de las cadenas al ser arrastradas por el piso lo instó a levantar el rostro. Sus ojos dorados se clavaron en la mujer que a pasos lentos y torpes entraba a la habitación.

Su largo cabello era una maraña de nudos. Tenía el rostro hinchado y lleno de sangre seca. Su vestido se convirtió en arapos que cubrían solo lo necesario. Sucia, oliendo a excremento y orines de ratas. Un guardia la tomó del cabello con brusquedad y la obligó a doblar sus rodillas.

El silencio en la estancia era roto por su respiración agitada. Su pecho subía y bajaba con violencia. Su mirada fría no se apartó de ella ni un solo instante mientras se levantaba con sumo cuidado de la cama.

Tensó la mandíbula al sentir un tirón en su costado. La herida fue tan profunda que saboreó la muerte. Su sangre corría por sus venas como lava incandescente. La furia que sentía era tanta que ansiaba romperle el cuello.

La mujer no lo veía pues ni siquiera tenía fuerza para levantar el rostro. La piel se pegaba a sus huesos y aún así, su belleza era letal. Un paso, dos pasos, tres...

El anciano consejero se interpuso entre ambos cuando notó la cercanía del rey. La mujer tenía las manos encadenadas pero no se fiaba de su estado.

— Hazte a un lado — espéto el rey mirándolo con furia.

—  Es peligroso, majestad — habló el consejero.

— Me importa una mierda tu opinión. Quítate.

— Si Majestad.

Yaken regresó a su lugar. Los guardias se mantenían firmes y a la expectativa de cualquier movimiento por parte de la mujer.

— Levántala — le ordenó a un guardia. Este obedeció al instante y la sujetó de un brazo para alzarla.

Un gemido de dolor escapó de los labios de la mujer. Los ojos ambarinos la recorrieron entera. Su mirada descubrió una mancha de sangre en su muslo izquierdo.

— ¿Por qué sangra? — cuestionó viendo a su vasallo.

— Fue apuñalada por un guardia, Majestad.

— Tú — apuntó a un guardia con su dedo índice — búscalo y tráelo.

El guardia salió casi a trompicones de la habitación. Sesshomaru continuó buscando más heridas en su cuerpo. De un movimiento rápido rasgó la tela con sus uñas. Su desnudes quedó expuesta ante sus ojos.

— Si uno de ustedes osa mirarla, se irán a la horca — amenazó a todos los presentes.

Y ahí estaba de nuevo aquella extraña sensación. Un vértigo insoportable se aglomeró en su estómago. Su saliva se volvió agua en su boca. La piel de sus manos comenzó a picar. Su líbido se despertó y se encontró deseándole.

Una belleza inhumana se encontraba frente a él. Sus pechos rebosantes de firmeza, blancos como la nieve. Sus pezones rosáceos y pequeños. Su mirada descendió lentamente; por su vientre plano, hasta llegar a su intimidad.

La mujer sentía que su cuerpo hervía en fiebre. Su mirada cargada de deseo le quemaba la piel. La necesidad de suplicar por su toque, por una caricia, le comía las entrañas.

Solo los dos en aquella estancia eran consciente del peligro que surgía por causa de la atracción que nacía entre ambos.

Sesshomaru la deseba en su cama pero no estaba dispuesto a perdonar.

Ella lo ansiaba pero no podía olvidar que era el asesino de su pueblo.

— Tu nombre.

Y ésta vez sí hubo una respuesta.

— Kagome.

— Kagome — repitió su nombre. Saboreando las letras en su boca — Yaken, llévala al harén. Que la bañen y la vistan. Cuando esté lista, tráela.

— Como ordene su majestad.

Yaken salió de la habitación con los guardias que jalaban de las cadenas a Kagome.

El rey caminó hasta las ventanas y corrió un poco las cortinas de seda. La claridad incomodó un poco su visión hasta que logró adaptarse.

Salió al balcón y respiró profundamente. Su frente estaba húmeda por el sudor. Su flequillo se adhería a su piel.

Todo era tan confuso. Jamás en su vida había experimentado tal desorden de pensamientos. Una parte de él la quería muerta pero la otra parte, la deseba.

Tendría que averiguar si la mujer era lo suficientemente fuerte como para poder domar a su demonio.

 Una Esposa Para El Rey © 👑Donde viven las historias. Descúbrelo ahora