Epílogo

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Dos años después...

— ¡Aaaah! ¡No puedo más!

El rey andaba de un lado para el otro, en el pasillo. Kaede le había pedido o mejor dicho, exigido, abandonar la habitación real.

La reina había entrado en labor de parto en horas de la madrugada. Su fuente se rompió,empapando las sábanas que los cubría del frío exterior.

Sesshōmaru se había despertado asustado, exaltado al sentir la humedad en sus piernas y trasero. Kagōme aún presa por el sueño, emitía soniditos parecidos a quejidos. Tenía el rostro perlado en sudor y la piel nívea, enrojecida.

Sesshōmaru, con toques suaves, logró despertarla y la azabache liberó un grito desgarrador que lo congeló y atemorizó al mismo tiempo. Las contracciones, con el pasar de los minutos, se volvían más fuertes, insoportables.

Sesshōmaru se vistió rápidamente y salió de la habitación. Pegando gritos que alertaron a la servidumbre del palacio. Preguntaba por Kaede, por Yakēn. Se halaba mechones de su propio cabello con brusquedad.

Kaede de un salto salió de la cama, al oír los gritos desesperados de su rey. Se vistió lo más rápido que su cuerpo desgastado por los años, se lo permitió. Sus pasos apresurados retumbaban en el primer piso. Subió las escaleras y se encontró con Yakēn, quien ni siquiera había tenido el tiempo de cambiarse, aún vestía un gran gaban que arrastraba por el piso.

— Pero qué está pasando — había preguntado con el corazón latiendole en la garganta. Yakēn la tomó por los hombros y la sacudió.

— ¡El principe ya va a nacer! — exclamó con sus ojos saltarines llenos de lágrimas producto de la emoción que recorría su cuerpo.

— ¡Bendito sea kami! — agradeció la mujer anciana, con los cabellos enmarañados y sus ojos arrugados se abrieron felices.

— ¡Entra ya! — Yakēn la haló de un brazo y juntos entraron a la habitación real.

El rey permanecía arrodillado a un lado de la cama y Kagōme se aferraba a una de sus manos como si su vida dependiera de ello. Estaba abierta de piernas y las sábanas blancas se fueron tiñendo de sangre poco a poco.

Yakēn sintió que la sangre se agolpó a sus pies. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y un mareo repentino lo hizo trastabillar. Tuvo que aferrarse al marco de la puerta con su pequeña mano para no caer de bruces al piso.

— ¡Rápido Yakēn! ¡Trae un cuenco con agua y muchos paños! — Kaede se enrolló las mangas de su viejo suéter hasta los codos y avanzó hasta la cama.

Yakēn salió corriendo de la habitación. Iba tan rápido que un pie se enredó con el otro cayendo al piso y golpeándose la frente. Maldijo como un demente y se levantó para bajar las escaleras con más cuidado.

— Majestad, salga de la habitación — demandó viéndolo fijamente. Sesshōmaru la miró con el ceño fruncido. Si no fuese porque realmente la necesitaba en ese momento, la enviaría a la horca por su osadía.

Pero los gritos, las maldiciones y los insultos de la reina para su persona, lo desestabilizaron y no le quedó de otra que salir. Gruñía, maldecia y volvía a gruñir¿Tan terrible era traer un hijo al mundo como para gritarle que lo odia?

— Tu puedes mi niña — animaba la pobre anciana a la reina que había perdido el color en su rostro.

— ¡Duele! ¡Aaaaah!

Kagōme se retorcía de dolor en la cama. Sus manos se aferraban a las sábanas y sus dientes mordían con fuerza un trozo de tela que Kaede le había dado para que pudiera suprimir un poco sus gritos. 

 Una Esposa Para El Rey © 👑Donde viven las historias. Descúbrelo ahora