Prólogo

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Existen ciertos lugares de oriente donde se cree que al nacer, los dioses atan un fino hilo rojo en el dedo meñique de los bebés, cada extremo de éste hilo une dos almas que las mantendrá conectadas el resto de sus vidas.
Este hilo rojo tejido por el propio destino es tan resistente que jamás se romperá por mucho que quienes se encuentran anudados a sus extremos puedan alejarse. El hilo rojo se alargará todo lo que sea necesario, se enredará, se encogerá cuando finalmente sus extremos se acerquen, pero nunca se quebrará.
Cuenta una de esas leyendas que ha llegado hasta nuestros días sorteando el paso del tiempo, que en un reino del extenso continente asiático vivía una anciana y muy poderosa bruja capaz de ver este hilo rojo del destino. El Emperador de aquél lugar, el cual tuvo conocimiento de la existencia de esta mujer, ordenó que la llevaran ante él para así pedirle que lo guiara hasta su otro extremo del hilo rojo. La bruja accedió a la petición guiando a la expedición imperial tras el rastro del hilo rojo del Emperador.
La búsqueda se extendió a lo largo y ancho del imperio hasta llegar finalmente a un mercado donde una pobre campesina que portaba un bebé en sus brazos, ofrecía una serie de productos que elaboraba ella misma para tratar de alimentar a su familia.
La bruja bajó del caballo que la portaba y se detuvo ante ésta campesina para invitarla a ponerse en pie ante el Emperador. La hechicera se acercó entonces hasta el monarca para susurrarle al oído "aquí, aquí termina tu hilo rojo". Al escuchar esto el Emperador enfureció creyendo que estaba siendo víctima de una broma de mal gusto por parte de la bruja por lo que preso de la ira empujó furioso a la campesina haciendo así que el bebé cayera de los brazos de su madre, provocando una gran herida en la frente de la recién nacida. Acto seguido, el Monarca ordenó a la guardia que detuviera a la bruja y cortaran su cabeza como castigo por lo que interpretó como una burla.
Con el paso de los años llegó el momento en que el Emperador debía tomar esposa. Sus consejeros tras ser reunidos le recomendaron que se desposara con la hija de un importante General que vivía en una pequeña provincia del Imperio, propuesta que fue aceptada por el mandatario, al entender que este enlace beneficiaría a su imagen militar.
Un nutrido grupo de emisarios convocados por el propio monarca fueron a comunicar la noticia al militar y su familia, quienes aceptaron el encargo interpretándolo como un regalo de la divinidad puesto que desde ese mismo momento aquella familia de origen humilde pasaba a formar parte de la realeza.
Los preparativos de la boda real involucraron prácticamente a toda la ciudadanía. Las calles se engalanaron de flores y estandartes imperiales, los mercaderes aumentaban sus provisiones previniendo la gran afluencia de gente que se daría cita para aquél evento... y así discurrieron los días hasta que por fin llegó la fecha de la boda.
La ciudad que acogía aquél evento tan esperado se mostraba majestuosa, vecinos y curiosos se daban cita en las inmediaciones del templo con la intención de conocer a la que sería la joven Emperatriz, hasta que finalmente la comitiva imperial comenzó a recorrer las calles escoltando un carro decorado minuciosamente para la ocasión. Tras las cortinas tan sólo se dejaba ver una mano cubierta por un fino guante de seda blanco que agradecía con sutiles gestos las numerosas muestras de cariño que los asistentes hacían llegar a la misteriosa joven.
Las enormes puertas rojas de madera del templo donde se celebraría la ceremonia se abrieron mientras que el estruendoso sonido de un gong anunciaba la llegada de la novia.
El carruaje tirado por seis bellos caballos se abrió paso hasta adentrarse en un espacioso patio donde la Guardia Imperial permanecía en formación a la espera de aquella comitiva que escoltaba a una joven, ataviada de un precioso y elegante vestido blanco cubierto por un fino velo que tapaba su rostro. Con paso lento y acompañada por las notas musicales que anunciaban su presencia, la chica avanzó hasta encontrarse de frente con el Emperador, el cual la esperaba a la entrada del lugar donde se celebraría la ceremonia. El joven, impaciente por ver por primera vez el rostro de su prometida, levantó lentamente el velo de aquél vestido. Una cara blanca donde destacaban unos finos labios rojos carmín y unos oscuros ojos negros, lo miraban fijamente dejando notar la incertidumbre con que la chica estaba viviendo aquél momento. El Emperador, observó cada detalle del rostro de la muchacha cada vez más relajada al notar la amabilidad con que el hombre estaba tratándola.
Finalmente algo llamó la atención del Emperador, a la altura de la frente destacaba una herida con una forma muy particular, fue entonces cuando reconoció a la joven, aquella muchacha que tenía ante él era aquél bebé que cayó al suelo de brazos de la campesina a la que él mismo empujó producto de la decepción inicial al conocer su hilo rojo del destino.
Aquella historia de amor corrió de boca en boca a través del imperio y los reinos vecinos llegando así hasta nuestros días, dando testimonio de la fortaleza de ese hilo rojo del destino que no entiende de clases sociales, edades o razas.
Un hilo rojo que a lo largo de nuestra historia ha unido a millones de almas que en muchas ocasiones sin tan siquiera saberlo, lucharán a lo largo de sus vidas por encontrarse con su otro extremo.

Cuando volvamos a nacer  -parte I-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora