Capítulo 0

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Sinceramente, nunca quise ser rey...

Como hijo menor de mi padre, el rey Anaxándridas II de Esparta, no me tocaba a mí heredar el trono, si no a mí hermano mayor...

Siempre amé la batalla, como todo espartano, y aunque no me correspondía heredar el trono, como príncipe de Esparta, me dediqué en cuerpo y alma a honrar a mi ciudad como orgulloso guerrero de élite.

Por que aunque fuera de sangre real no permití ningún trato deferente, y entrené, practiqué, luche, sufrí y maté a edades en las que incluso los nos de Esparta lloran aún por sus madres al desprenderse de ellas para ir al Àgoge.

Pasé la mayor parte de mi vida luchando, espada y lanza en mano, convirtiéndome en el mejor y más respetado guerrero de Esparta, no por mí sangre, si no por mí propio esfuerzo.

Mi único objetivo, mi única meta, era, algún día, morir como todo espartano deseaba: En el campo de batalla, por la gloria de mi hogar, mi rey, mi pueblo...

No obstante, mi hermano mayor, Cleómenes I, que heredó el trono, murió sin descendencia masculina, y también lo hizo en batalla mi otro  hermano, Dorieo, luchando en Sicilia contra los soldados de Cartago.

Así que, sin ningún otro para heredar el trono, me vi obligado, a mis cincuenta años, a ser coronado como el décimo séptimo rey de la dinastía de los Agíadas, Leónidas I de Esparta.

Obligado a casarme con la hija de mi hermano Cleómenes, Gorgo, tuve a mi sucesor, Plistarco, y me encargué de gobernar Esparta durante los siguientes diez años.

Como hijo de mi padre y rey de Esparta, cumplí con mi deber para con mi gente, aún si esto no era lo que había deseado...

Aún así, estaba dispuesto a cumplir con mi deber sin dudar, y con honor y sabiduría goberné Esparta y a su gente, listo para dirigir mis ejércitos, está vez como rey, y no como un soldado más.

Y cuando la necesidad llegó, y el peligro asomó al horizonte en la forma del estandarte de los reyes Aqueménidas, que hace diez años trataron de invadir la Hélade y fueron derrotados en Maratón, no lo dudé un instante...

Dejé los pergaminos y la tinta a un lado, desempolvé mi escudo y mi armadura, blandí mi lanza y espada, y partí, desoyendo al consejo, a los sacerdotes y hasta a los mismos dioses, y partí rumbo hacia la batalla...

Hacia mi destino...

Hacia las Termópilas...

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La tormenta resonaba con fuerza, y ahogaba en gran medida los gritos a mi alrededor, tantos los de mis restantes hombres como los de los innumerables enemigos que nos rodeaban.

La tierra bajo nuestras pies estaba húmeda, a causa de la intensa lluvia, y me costaba mantener la postura mientras mantenía mi escudo en alto y mi lanza en frente, mientras el fuerte viento hacía volar sin control las innumerables flechas lanzadas por los arqueros persas sobre las paredes de piedra que se alzaban a nuestro alrededor.

Era la mayor tormenta que había visto en mi vida, un abismo oscuro y atronador que engullía el cielo y agitaba el mar sin descanso, provocando olas altas como titanes que nos salpicaban continuamente.

-Zeus ruge...- Casi parecía que el señor del Olimpo nos honraba con su presencia en nuestros últimos momentos, con sus rayos alumbrando el campo de batalla y disipando la bruma reinante bajo el cielo tormentoso y oscuro.

-¡Aguantad, guerreros de Esparta, no cedais, acabad con esos bastardos!-

A mi lado, Lisandro, mi buen general y camarada desde niños, arengaba a nuestros últimos hombres, mientras su lanza atravesaba limpiamente la coraza de escamas de un infante persa.

La Reencarnación del Rey de EspartaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora