Libro 1: Capítulo 7

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La noche cayó pronto, y con ella vino la lluvia.

La lluvia caía sobre el lecho del bosque, embarrando el área, lo cual dificultaba ligeramente mi avance.

Aún así, no paré de correr, con mi cuerpo empapado por la lluvia, mientras detrás de mi podía oír a mis perseguidores.

Había estado casi una hora corriendo sin parar, alejando lo más posible a los trasgos del lugar donde había dejado a Dalina.

Durante la persecución, se habían agrupado para perseguirme, demasiado juntos todos para poder efectuar un ataque.

Por eso, corrí y corrí, manteniendo una distancia de ellos concreta para que no perdieran mi rastro del todo, pero al mismo tiempo lo bastante alejado para que no lograran atraparme.

Correr tanto tiempo por el bosque fue agotador, sobre todo para un cuerpo tan joven, aún si había entrenado para fortalecerlo.

Pero por suerte, cayó la noche, y además empezó a llover.

La lluvia borró mi rastro, e hizo que los trasgos lo perdieran, siendo incapaces en este momento de rastrearme.

Era el momento de atacar: La oscuridad y la lluvia jugaban ahora en mi favor para poder acabar con ellos.

Detuve mi carrera y me oculté detrás de un árbol, aprovechando ese instante para recuperar el aliento tras la larga carrera.

Mientras tanto, guardé silencio y agudicé el oído, oyendo cerca de aquí las voces guturales de los trasgos.

Como esperaba, al no encontrarme empezaron de nuevo a separarse, pudiendo oír como en distintas direcciones crujían las hojas de arbustos, malezas y ramas ante el paso de uno o dos trasgos.

Era el momento que estaba esperando, así que, dejando atrás la cobertura del árbol, me interné lentamente entre la floresta, desenvainando lentamente mi espada.

Combatiendo con ellos, pude notar que aunque eran más fuertes y de mayor estatura que yo, los trasgos eran seres salvajes y descerebrados.

Atacaban sin pensar, tan solo lanzando movimientos y ataques desordenados haciendo uso de su fuerza bruta.

Eran salvajes e indisciplinados, y sería eso lo que usaría para acabar con ellos.

Mientras no me acorralaran o superaran por un amplio número, podría acabar con ellos de uno en uno o por parejas.

Con eso en mente, continúe avanzando con cuidado, lento pero constante, agudizando mi oído y atento a cada ruido.

Ahora mismo, en la oscuridad de la noche, no podía confiar en mí vista, así que debía confiar en mis otros sentidos para poder moverme entre ellos y eliminarlos.

No era mi método favorito de combate, pero ahora mismo, sería un suicidio lanzarme contra todos ellos en un combate directo.

Además, Dalina estaba todavía aquí, sola en el bosque, esperándome.

Volver con ella y sacarla de este maldito bosque era más importante que el maldito honor de un guerrero...

La lluvia amortiguaba en parte el sonido, pero los gruñidos de los trasgos eran aún audibles entre el murmullo de la lluvia.

Frente a mi, vislumbré la silueta de uno de estos, de cara a mi, pero no parecía haberme visto.

Lentamente, me desplacé agachado hasta desaparecer de su rango de visión, colocándome a sus espaldas.

Me moví entonces hasta el trasgo, y una vez estuve junto a él, coloqué mi mano sobre su boca para amortiguar sus voces.

El trasgo, sorprendido, trató de zafarse, pero acabé rápidamente con el degollándolo con el filo de mi espada.

La Reencarnación del Rey de EspartaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora