Libro 1: Capítulo 8

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Me encontraba sumido en la oscuridad, un abismo eterno de sombras, hasta que un brillo carmesí surgió ante mi, y me reveló la espectral visión de un campo de batalla.

Me inundó el clamor de miles de soldados, luchando, con el entrechocar de las espadas, lanzas y escudos resonando con la fuerza de una tormenta.

Las propias figuras de los soldados, que se agitaban como sombras deformando sus cuerpos, se recortaban contra un mar de llamas que cubría el horizonte, llamas rojas como la sangre que lo cubrían todo, quemando montañas, valles, mares, ciudades y fortalezas.

Aunque aquellos que combatían eran irreconocibles, me vi a mi mismo avanzar entre incontables mares de sangre, carne, cuero y metal, sintiendo el calor de las llamas carmesies en mi cuerpo y el sabor de la sangre en mis labios.

Las figuras deformes y sombrías eran cubiertas por el fuego que arrasaba con el mundo, pero estas seguían luchando y gritando, aún si el olor de la carne quemada indicaba que estaba siendo consumido por el aliento de Hephesto.

Vi mi reflejo en un charco de sangre que hervía como el aceite hirviente, y no vi el pequeño cuerpo de mi viejo yo, si no el fornido y musculoso cuerpo del que gocé en mi anterior vida, cubierto con la armadura típica de los espartiatas, pero completamente roja por la sangre ardiente que manchaba mi cuerpo.

Pero mis ojos eran dos centellas incandescentes que brillaban en un rostro oscuro sin rasgos bajo un yelmo de hoplita.

Avancé en medio del interminable campo de batalla, luchando sin cesar contra incontables enemigos que salían a mi paso.

La forma de cada sombra que caía ante mi lanza y mi espada era diferente con cada nueva lucha, y mi acero cercenó a soldados de todo tipo de naciones de mi antiguo mundo:

Persia, Escitia, Atenas, Tebas, Tesalia, Argos, Corinto, Beocia, Olimpia, Delfos, Micenas, Creta, Macedonia, Tracia, Etruria, Iberia, Sicilia, Cartago, Fenicia, Egipto, Dacia, Siracusa, incluso Esparta...soldados de mil naciones eran aniquilados uno tras otro bajo mis manos.

Vi también muchos rostros conocidos de mi vida pasada: Mis padres, mis hermanos, mi esposa, mi hijo, mis compañeros de armas, enemigos como el traidor de Ephialtes o el mismísimo Rey de Reyes, Jerjes...

Todos se entremezclaban en ese mar de sombras contra los que combatía sin cesar, destrozando sus cuerpos y rostros con mi espada, atravesándolos con mi lanza o aplastándolos con mi escudo.

Conforme avanzaba, las figuras cambiaron, y vi soldados de naciones desconocidas, con cotas de malla y armaduras de hierro y acero cubriendo por completo sus cuerpos, a pie o a caballo, con largas espadas y escudos.

No supe cuanto tiempo pasó, si minutos, horas o eras...el flujo del tiempo era una bruma informe que se retorcía en mi mente.

Ni siquiera me importaba el paso del tiempo, el dolor, las heridas, el calor infernal o el hedor de la muerte, pues sólo pensaba en matar, matar, matar y seguir matando...

La sed de sangre era el aire que inhalaban mis pulmones, mi ambrosía, y el campo de batalla mi único mundo...

El fuego rojo lo cubrió todo, un mar de llamas sangrientas que se fundía con los lagos de sangre a mi pies.

Las figuras volvieron a cambiar, y los soldados y caballeros empezaron a luchar contra sombras con forma de monstruos, seres grotescos y deformes cuya sola visión haría enloquecer al más aguerrido de los hombres.

Los soldados luchaban y mataban a esas cosas a millares, pero por cada uno que caía, más se alzaban para devorarlos entre sus fauces.

Avancé entre ese mar de muerte y engendros, y ante mí se alzó una colina, una colina hecha de huesos, espadas y restos de armaduras.

La Reencarnación del Rey de EspartaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora