VIII

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- No te atreverás a dejarme aquí toda la noche. Devuélveme a la misión. Déjame volver. 

     El indio, que Elvira no tardó en suponer sería el líder o el jefe de aquella tribu, le llevó hasta una cabaña, prácticamente en el centro del poblado. Volvió a bajarla de sus hombros y le desató el agarre de las manos. La esperanza no duró demasiado en el cuerpo de la joven, pues el hombre le elevó los brazos sobre su cabeza y los ató con más fuerza aún a un simple tronco, que se extendía desde el suelo hasta el techo, que allí había.

- No entiendo por qué me habéis traído aquí, pero no os serviré de nada, ni viva ni muerta. Déjame volver a la misión, o al presidio. He de buscar a mis hermanos, tienen que saber que estoy viva y que mi padre ha fallecido. 

     El indio seguía haciendo lo que se suponía que tenía que hacer sin alterarse por las palabras de Elvira. Sin embargo, de vez en cuando desviaba sus ojos oscuros hacia sus labios, como si verlos en movimiento fuese suficiente para comprender lo que decía. Le sujetó las piernas, extendiéndoselas, y le dedicó un rápido vistazo a sus pies. Las sencillas zapatillas que Elvira llevaba durante la noche habían caído en algún momento del trayecto a caballo y sus delicados pies, para nada acostumbrados a pisar o caminar la tierra descalza, estaban cubiertos de suciedad y pequeñas heridas. 

- ¿Se puede saber qué haces? Aléjate. 

     El hombre no le hizo caso, acarició con cierto cuidado la planta de sus pies y comenzó a subir las manos hacia arriba, extremadamente despacio. Se detuvo justo en el instante en que Elvira le fulminaba con la mirada, cuando sus dedos rozaron la soga que había atada a la altura de sus gemelos. Con un movimiento rápido se deshizo de la atadura, liberando las piernas de la joven. 

- Devuélveme. Déjame libre. - Movida por el rencor, Elvira dirigió una patada hacia el cuerpo del indio, haciendo uso de la movilidad que había recuperado. 

     Aunque no tuvo el efecto que esperaba. Aquel indio le sujetó el pie antes incluso de que rozase su piel y clavó sus ojos oscuros en los de ella, causándole un escalofrío. 

- Quiero volver. - Susurró la joven. Se negaba a rendirse, en algún momento, por mera repetición, debería comprender lo que quería decir. - Volver. Regresar. A la misión, esa que habéis destrozado y saqueado cual viles piratas. O peor, salvajes. Eso es lo que sois, salvajes. 

- Sawel. - Tras decir aquello el indio se irguió completamente y salió de la cabaña, sin dirigirle ni una última mirada a la chica. 

     ¿Cómo se atrevía a irse así? Ella, que era hija de un hombre de bien, un gran caballero español, una persona honrada que había trabajado durante años y conseguido riquezas con las que los campesinos solo podían soñar... ¿Cómo se atrevía a arrastrarle así hasta aquel lugar recóndito en la maleza y atarla cual animal salvaje? Debía salir de allí, debía escapar y regresar al presidio y buscar a sus hermanos. 

- ¡Dejadme salir! ¡Voy a volver al presidio! ¡Y buscar a mis hermanos! ¡Liberadme, maldita sea! - Elvira comenzó a gritar con todas sus fuerzas y no pararía hasta que el jefe, o cualquier indio alejado de la mano de Dios, acudiese a verle.

     Intentaba también aflojar la atadura de sus brazos, sin éxito alguno. Si tan solo pudiese liberarse... 

- ¡Soltadme! ¡Dejadme volver a la misión! ¡Liberadme! ¡Devolvedme mi libertad, salvajes! ¡Salvajes! 

     No supo cuánto tiempo continuó gritando, pero el indio jefe acabó apareciendo. Verle entrar en la cabaña alivió superficialmente a la joven, que pudo descansar durante un instante. Tragó saliva, la garganta llevaba un rato doliéndole, pero no dejaría que lo percibiese. 

     Él entró con una expresión de confusión pintada en el rostro, aunque sobre eso Elvira supuso que le miraba cabreado. Y era justo lo que quería.

- Gritaré hasta que las cuerdas se me desgasten y no pueda emitir sonido alguno. Estaré toda la noche chillando si es necesario, hasta que me liberéis. Solo quiero que desatéis esta cuerda que me impide escapar. Soltadme y no volveréis a verme en vuestra vida, os lo juro. Pero soltadme.

- ¿Tooki sawel?

- No entiendo una palabra de lo que dices, ¿o es que no te das cuenta? - Elvira dejó escapar un corto suspiro, no tenía sentido alguno seguir intentándolo, pero debía hacerlo, o perdería cualquier opción de ser liberada. - Supongo que sí te das cuenta, al igual que yo. Y, sin embargo, seguimos empeñándonos en comunicarnos. Al menos, es lo que yo busco. Libérame, te lo ruego. Déjame volver. 

     El indio volvió a centrar su atención en los labios de la joven y Elvira sintió nuevamente que buscaba comprender lo que decía. Tal vez hubiese algo de esperanza, tal vez no fuese del todo un salvaje. 

- ¿Tooki ka'ayak? 

- A saber lo que estás preguntando, ¿cómo quieres que te responda? Solo te pido una cosa: Li - bé - ra - me. Libérame, déjame volver. A la misión. Misión. San Diego de Alcalá. 

     El indio se acercó hasta quedar a pocos metros de Elvira, y se agachó a su altura. ¿Qué haría ahora? ¿Qué pretendía hacer, acercándose de tal manera?

     Aproximó su rostro, despacio, muy despacio, cada vez más al de Elvira, sin desviar sus ojos oscuros de los de ella. Y de pronto, con un movimiento decidido y extremadamente calculado, rodeó su cabeza con un trozo de tela, que ató con fuerza a la altura de sus labios. 

- Hunxuyca, sawel.

     Sin darle más importancia a la chica el indio volvió a salir de la cabaña. Elvira aún intentaba quejarse, pero no podía vocalizar absolutamente nada. Lo odiaba, realmente lo odiaba. ¿Qué había hecho para merecer aquello? ¿Por qué no le habían matado junto a su padre? ¿Por qué no habían tenido piedad en aquel momento? Prefería haber perdido la vida en la misión a tener que experimentar todo aquello. 

     Se negó a darles la sensación de que habían conseguido acallar sus quejas y continuó intentando gritar hasta que ya no pudo más. Justo cuando los primeros rayos de sol se colaban por las rendijas del techo de la cabaña, cerró los ojos, abandonándose al cansancio. 

Siete años en AméricaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora