XXV

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11 Septiembre 1776

- Buenos días. - Saludó Nollkaku, como era costumbre, ofreciéndole a Elvira el desayuno, igual que todos los días. 

     La joven lo aceptó sin decirle nada, ni siquiera ofrecerle una mirada. Había sido así desde la tarde en el lago, Elvira había adquirido esa frialdad en su comportamiento hacia el jefe indio. Y aquello molestaba a Nollkaku, tanto que sentía ganas de volver a llevarle a la cabaña en el medio y dejarle atada al tronco día sí, día también.

     Luego observaba la notable barriga de la chica y recordaba las lágrimas que derramaba todas las noches en el lecho que habían comenzado a compartir, y entonces la furia se veía sustituida por la culpa y perdonaba todo comportamiento arisco que tuviese Elvira con él. Al fin y al cabo, llevaba a su hijo en el vientre. 

     Tardó unas cuantas semanas en darse cuenta, aunque cuando comenzó con náuseas y a vomitar sin motivo aparente fue evidente. Desde que lo había descubierto se había empeñado de especial manera en enseñarle a Elvira su lengua, dejándole con Hěng xǔk como tutor y permitiéndole estar más tiempo entre las mujeres de la tribu, que le habían empezado a aceptar cuando hubieron conocido la noticia de que la blanca llevaba en su vientre al hijo del jefe. 

     Elvira agradecía esa nueva libertad, que le permitía estar la mayor parte del día sin ver o interactuar con Nollkaku, y había aprovechado para aprender de ellos todo lo posible: su lenguaje, que había comprendido con relativa velocidad gracias a las intensas clases de Hěng xǔk, sus costumbres, las tareas que realizaban las mujeres... 

     Pero parecía haber enmudecido, no decía nada, ni en su lengua ni en la de ellos, a nadie. Desde la tarde del lago ni uno solo de la tribu, ni siquiera Nollkaku, le había vuelto a escuchar. Tan solo por las noches, cuando ella y el jefe indio se tumbaban a dormir, éste percibía sus sollozos ahogados. 

     Eso le permitía a Elvira pensar. Había tenido demasiado tiempo para reflexionar sobre todo. ¿Qué haría cuando naciese el bebé? Si es que sobrevivía, ¿cómo daría a luz en un lugar como aquel? ¿Permitiría que su hijo creciese rodeado de salvajes? ¿Sería como ellos, o se parecería a su madre española? ¿Podría si quiera su hijo llegar a ver España en algún momento? Hasta las cosas más pequeñas le parecían de gran importancia, como el nombre que llevaría su hijo o el idioma en el que le hablarían. 

     Elvira tenía claro que tendría nombre español, y ella le hablaría en su idioma, pero era consciente de que a Nollkaku eso no le haría especial ilusión. Sin embargo, decidió dejar aquellas preocupaciones para el momento en que llegasen. En ese instante debía aprovechar el trato que estaba recibiendo simplemente por estar embarazada, y desear que no hubiese ninguna complicación pues, a pesar de todo lo que había pasado y por mucho que pudiese llegar a odiar a una criatura que todavía no había nacido, ella no deseaba morir. 

17 Febrero 1777

     El día del parto llegó antes de lo que a Elvira le habría gustado.

     Fue una mañana fría de Febrero, a pesar de no haber una nube en el cielo. La joven se levantó con especial malestar, señal que para Nollkaku no pasó desapercibida. Sin siquiera ofrecerle el desayuno, como era costumbre, llevó a Elvira a un edificio al que nunca antes había entrado, donde varias mujeres mayores tenían todo preparado, como si supiesen que ese día era el indicado, el día en que nacería su hijo. 

- Aquí. - Indicó una de las indias, posiblemente la más anciana, señalando una especie de lecho fabricado con paja y repleto de mantas de pieles. Nollkaku se apresuró a tumbar a Elvira allí y acto seguido se situó a su lado.

     El momento del parto en su tribu era algo sagrado, todo el proceso de embarazo lo era, pero aquello era ligeramente diferente. Sólo las mujeres más experimentadas ayudaban a las embarazadas a dar a luz; poseían la experiencia y conocimientos necesarios para ello, y la familia siempre estaba al lado de la mujer, para darle fuerza. 

     Elvira, sin embargo, tenía otros planes. 

- Vete. - Ordenó a Nollkaku. Era la primera vez en nueve meses que pronunciaba palabra, pero era necesario. No permitiría que él, que le había secuestrado y llevado a la tribu, que le había hecho llevar a su hijo sin haberlo pedido, que le había destrozado la vida, estuviese presente en aquel momento. No dejaría que le cogiese la mano como si nada.

- ¿Qué? - Nollkaku observó a la joven sin comprender el motivo de aquella actitud y, sin entender por qué tras meses sin hablar lo único que le decía era aquello.

- Vete. - Repitió Elvira. Había aprendido su lengua en cierta medida, pero no lo suficiente como para explicarle y reprocharle los motivos por los que no quería que estuviese presente en el nacimiento de su hijo. Sabía que iba en contra de su cultura, Hěng xǔk se lo había explicado, lo había visto en otras mujeres que habían dado a luz antes que ella. Pero le daba absolutamente lo mismo, ella también tenía su cultura y tenía derecho a elegir que el hombre que había resultado ser el padre de su hijo no estuviese presente. 

     Y le daba lo mismo la opinión de Nollkaku. 

     El jefe indio vio la determinación y la fiereza en aquellos ojos de serpiente. Parecía que Elvira había vuelto a ser como antaño, como la recordaba. Esos ojos de serpiente habían adquirido más fuerza que nunca, y ella se había vuelto más peligrosa que antes, era capaz de percibirlo. Fue por eso por lo que no pudo rebatirle nada; salió de la cabaña y esperó pacientemente en la puerta hasta escuchar el llanto de su primogénito, llanto que no llegó hasta la noche.  

Siete años en AméricaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora