XXIV

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- Suéltame. - Repitió, sin éxito alguno. Sintió la voz quebrársele cuando Nollkaku le alzó en volandas y comenzó a caminar con ella hacia la orilla del lago, hasta dejarla tumbada sobre la húmeda tierra.

El jefe indio parecía encontrarse fuera de sí, observaba su cuerpo como si de un animal se tratase, desnudándole con la mirada. Y no tardó en deshacerse del vestido húmedo de piel que cubría la mayor parte de la joven. Un frío helador recorrió cada centímetro del cuerpo de Elvira, más que cuando estaba envuelta en el agua del lago, y la boca del estómago se le cerró con tal espasmo que sintió ganas de vomitar.

La chica llevó sus manos hacia su cuerpo, intentando tapar todo lo posible. Se sentía expuesta y estaba atemorizada, nada comparado con lo que había llegado a sentir esa misma mañana.

Nollkaku la observaba con una fascinación casi inhumana, temiendo tocarle. Si ponía una mano sobre esos pechos pequeños y claros sentía que los rompería, si le cogía de las muñecas, tan delgadas que parecía que fuesen a quebrarse en cualquier instante, la desarmaría. Pero deseaba tocarle, lo deseaba... Así que llevó su mano hasta su estómago, temblando ligeramente cuando inició el contacto.

- Déjame, ¡no te acerques! - Elvira hizo acopio de toda su energía para gritar e intentar propiciarle patadas sin conseguir el efecto deseado. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir, no era estúpida, pero también sabía que pelearía hasta que su cuerpo no pudiese más.

Sin embargo, tal vez fuese a causa del miedo, del frío o del cansancio, las fuerzas abandonaban su cuerpo con mayor velocidad a cada minuto que pasaba, y solo le quedaba intentar convencerlo con las palabras:

- Tooki tkiikwiil. Tooki tkiikwiil. - Sabía que aquello significaba no quiero, lo había aprendido especialmente por si ocurría alguna situación en que tuviese que utilizarlo, y esperaba que en aquel momento le fuese útil.

Nollkaku pareció ser consciente de ella en cuanto escuchó aquellas palabras. Observó sus ojos, que solo transmitían miedo y tristeza, y llegó a sentir cómo algo le empujaba hacia atrás momentáneamente. Ella había dejado de hablar en su idioma para decirle que no le gustaba aquello de manera que él pudiese comprenderlo. Era inteligente, y fuerte, y sabía que fuese cual fuese su decisión Elvira saldría adelante. Y también sabía que, en aquel momento... La deseaba más que a nada en el mundo.

Probó a acariciar su cuerpo desnudo con algo más de dulzura, tal vez estaba ejerciendo demasiada fuerza sin darse cuenta. Sintió que a través de sus ojos podía percibirse a ratos la preocupación, cuando el deseo no escapaba por ellos.

- Tooki tkiikwiil. - Seguía repitiendo la joven, lo decía tan seguido que las palabras llegaban a carecer de significado, aunque le recordaban al jefe indio que aún estaba haciendo algo mal.

Hizo memoria, visualizó todo lo que había observado de los demonios blancos desde que comenzó a espiarlos tras su llegada, buscando en su mente algo que pudiese servirle para comprender qué debía hacer para que Elvira se tranquilizase. Y, tras varios minutos de confusos y borrosos recuerdos halló algo que podría servirle.

Llevó sus manos hasta el rostro de la joven y lo sujetó con cuidado. Viajó con su mirada por aquellos ojos de serpiente y su nariz recta, hasta posarla sobre sus labios, finos y temblorosos. Sabía que aquellos demonios blancos se demostraban afecto así, lo había visto en muy pocas ocasiones, pero lo había visto: como los hombres de su raza besaban los labios de las mujeres y éstas sonreían.

Acercó su rostro al de ella despacio, sin dejar de observar sus labios, hasta que ya los ojos no pudieron verlos, pero su boca pudo sentirlos. Entonces volvió a centrarse en mirar aquellos ojos de serpiente, que parecieron perder el miedo por un instante. En su tribu las muestras de afecto se hacían mediante caricias, abrazos o regalos, él... nunca había besado, pero encontró cierto encanto en aquel gesto. Separó sus labios de los de ella despacio y volvió a acercarlos a la misma velocidad, rozándolos con cuidado.

Sentía escuchar el corazón de Elvira, o tal vez fuese el suyo, que no hacía mas que acelerar con cada acción suya y reacción de la joven. Cuando volvió a separar sus labios Elvira parecía haberse tranquilizado algo, al menos había dejado de hablar. Fue la señal que Nollkaku consideró para seguir, sin fijarse nuevamente en esos ojos de serpiente.

Tal vez, si tras el beso los hubiese vuelto a mirar, se habría dado cuenta que habían dejado de transmitir temor. Tal vez, si los hubiese vuelto a mirar, habría notado que la emoción que predominaba en ellos era la tristeza. Tristeza que sentía Elvira al haber aceptado por completo el destino que le esperaba aquel momento. Tristeza porque ella conocía su cuerpo y sabía que quedaría evidencia de aquel acto.

Y, aunque ello no habría detenido al jefe indio, le habría ayudado a comprender el motivo por el que, cuando hubo terminado y volvió a buscar aquellos ojos de serpiente, estos se negaban a encontrarse con los suyos.

Le habría ayudado a entender por qué Elvira había girado la cabeza para no estar frente a él. Por qué, a pesar de la valentía y el coraje que en ella recordaba, la joven derramaba por primera vez desde su llegada a la tribu lágrimas silenciosas sobre la tierra húmeda y las piedras de la orilla del lago.

Y tal vez si lo hubiese hecho, no habría pesado sobre su corazón un sentimiento de culpabilidad al verle llorar.

Siete años en AméricaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora