XXVIII

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     El sabor fue en un inicio agradablemente dulce y resultó reconfortante para la joven.

- ¿Qué es? 

- Fruta. - Respondió la mujer india con una agradable sonrisa. Acto seguido se apresuró a llevar a Elvira hacia la puerta de la cabaña, hablando rápido en su idioma, tanto que la joven solo pudo captar palabras sueltas que alegaban que tenían mucho trabajo por hacer antes de poder irse a descansar. 

     Con una mueca de ligera decepción Elvira les dejó continuar sin volver a interrumpirlas, aunque permaneció dando una vuelta por la tribu, no se acostaría hasta que no volviese a ver a Nollkaku regresar con su hijo. 

     En cuestión de minutos el sabor dulce que se había quedado en su boca tras tomar el zumo que la mujer india le había ofrecido se convirtió en una sensación de ardor. No le dio mayor importancia, pues no era la primera vez que tomaba algo de lo que ellos cultivaban o recolectaban que resultaba tener un sabor ácido y amargo al que ella no estaba acostumbrada. 

     Sin embargo, los minutos seguían pasando y, al cabo de media hora, Elvira se encontraba en medio de la maleza, cerca de la cabaña que compartía con Nollkaku, luchando por controlar las náuseas que atacaban su cuerpo a intervalos cada vez más frecuentes. El ardor no había desaparecido, sino que se había extendido, bajando por su garganta hasta llegar al estómago, donde generaba una sensación tan angustiosa que lo único que la joven podía hacer era vomitar. 

     No supo cuánto tiempo pasó hasta que alguien fue a socorrerla pero, de lo que sí llegó a ser consciente, fue del alivio que sintió al notar una mano en su hombro y escuchar una voz conocida.

- ¿Qué pasa? - Preguntó Nollkaku. Había llegado de dar un paseo con su hijo por los alrededores y le había sorprendido encontrarse a Elvira fuera de la cabaña, inclinada sobre la maleza.

- No estoy bien. - Pudo responder la chica entre arcadas.

     El jefe indio alzó las cejas ante tal obvia respuesta, ¿Cómo conseguiría ayudarle así, si apenas le daba detalles? Aunque le era suficiente con observar su rostro para darse cuenta que, o hacía algo, cualquier cosa por ella, o Kuyem lyit se quedaría sin madre con apenas unos días de vida.

     Salió rápidamente en busca de Hěng xǔk pues él siempre sabía qué hacer, el siempre tenía las respuestas a todas sus preguntas, era el más sabio de todos y conocía la cura a todo mal que pudiese ser tratado. Sin soltar a su hijo, que parecía ser capaz de percibir la gravedad de la situación de su madre, buscó a Hěng xǔk al mismo tiempo que rezaba por la supervivencia de la joven blanca.

1 Marzo 1777

     Cuatro días tardó Elvira en recuperarse de los vómitos tan repentinos que había experimentado, todo gracias a los cuidados de Hěng xǔk. Durante esos días Nollkaku no le había abandonado casi en ningún momento, a pesar de las reiteradas ordenes inútiles que le dio la joven española de que así lo hiciese.

     Tampoco le hizo caso cuando le ordenó dejar a su hijo alejado de ella, por si era algo que pudiese contagiarle, aunque aquello no llegó a echárselo demasiado en cara pues, gracias a que veía a su hijo, encontraba algo por lo que luchar y no dejar que aquello pudiese acabar con su vida.

- ¿Por qué se ha puesto así? Aún no lo comprendo. - Preguntó Nollkaku a Hěng xǔk. Elvira dormía por fin tranquilamente, sin levantarse para vomitar a cada minuto y tras haber repuesto un poco la cantidad de líquido que había expulsado.

- A mi parecer es evidente. No era contagioso, ha sido por algo que ha comido o bebido. - Respondió el anciano, dejando que Kuyem lyit juguetease con los adornos que llevaba en el pelo, largo y blanquecino.

- No es posible. Come y bebe lo mismo que yo, siempre.

- Tal vez no está tan bien vigilada como piensas. El bosque es peligroso, los blancos son peligrosos. Pero la gente que te rodea también es peligrosa.

- ¿Sabes que quieren matarla? - Quiso saber el jefe indio, cogiendo a su hijo y acariciándole el rostro con la idea de intentar dormirlo.

- Quieren hacerlo desde que la trajiste. Ahora ya ha nacido tu hijo, la mujer blanca no sirve de nada. Kuyem lyit tiene suerte, si no fuese hijo tuyo también lo matarían.

- ¿Crees que ha sido alguien de la tribu?

- Nollkaku, tú conoces el árbol de la muerte. - Comenzó explicando Hěng xǔk, viendo si el jefe indio era capaz de llegar a la conclusión que él mismo tenía.

- Sí, pero Elvira no ha tocado ninguno, están lejos del poblado.

- Ella no. No has visto las manos de todos aquí. ¿Sabes lo que pasa cuando comes su fruto?

     Nollkaku no necesitó que el anciano indio le dijese nada más, las ideas sueltas se unieron en cuestión de segundos y comprendió al instante lo que le estaba queriendo decir.

- Cuida a Kuyem lyit. - Fue todo lo que dijo, volviendo a dejar a su hijo a su cargo. Dedicó una rápida mirada a Elvira, aún le dejaría descansar algo más, y salió de la cabaña como una exhalación, preparado para poner orden en la tribu y encontrar al que habia intentado asesinar a la madre de su hijo.

*  *  *

     Nollkaku reunió a todos los de la tribu, incluyendo a niños y mujeres, en el centro del poblado, donde solían celebrar fiestas, rituales y compartir momentos importantes. Los hizo formar varias filas y en cuestión de minutos toda la gente se había organizado, sin osar desobedecer al jefe, más aún cuando toda su aura desprendía tal furia como lo hacía.

- Quiero ver las manos de todos. - Ordenó, voz en grito. Pocas veces gritaba y menos veces aún recordaba haberse puesto tan estricto con su gente.

     Era algo que su padre le había enseñado: para ser un buen líder debía ser cercano y compasivo con los suyos, pero la idea de que alguno de ellos, gente con la que había vivido desde siempre, hubiese intentado matar a Elvira le nublaba el pensamiento. 

     Habían pasado cuatro días, tal vez más, desde que el intento de asesino podría haber cogido la fruta del árbol de la muerte. Sabía que el mero roce del látex que producía todo el árbol podía irritar la piel, causando inflamación, quemaduras y ampollas. Y sabía reconocer a quién le había pasado, pues él mismo lo había visto a lo largo de su vida.

     Sabía que, a pesar de los días que habían pasado, si la quemadura o la irritación había sido ligeramente grave, aún quedarían marcas. Y esas marcas serían las que delatarían al que había intentado matar a Elvira.

Siete años en AméricaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora