Cuando recuperé la vista, hace cuatro años, me vi sobrepasada por las miradas de las personas, en particular de los hombres. Estuve ciega de los trece hasta los veinticuatro años. Fue mucho que asimilar de golpe.
Era una niña cuando la perdí, y ya era mujer cuando la recuperé, aunque ni yo misma lo sabía. definitivamente no me sentía una.
Muchas de las personas a mi alrededor aún pensaban que estaba ciega y me sorprendía manteniéndoles esa creencia para poder analizar cómo me observaban cuando creían que yo no podía hacerlo y cómo se comportaban conmigo. No estaba preparada para lidiar con aquella novedosa atención, no estaba segura de cómo relacionarme.
Me dije a mí misma que debía tomármelo con calma, que en algún momento me hallaría bien, que lo diría de a poco y levantaría aquella barrera invisible que construí que solamente vive en mi cabeza. Pero nunca lo hice.
Seguramente sea como siempre me ha dicho Willy: el muro que me preserva del exterior nunca ha sido en verdad mi ceguera.
Es extraño poner todo lo que he vivido en los últimos años en verdaderas palabras y frases.
Mi tía escucha mis razones en silencio y con la espalda recta. Se siente bien hablar de esto con alguien, y, aunque parece que me comprende, es evidente la decepción en su mirada. Puedo leer aquel interrogante que no expresa: ¿Por qué no se lo dijiste a tu madre?
No lo sé, tía. No lo sé.
—¿Vas a decírselo a tu padre? —inquiere finalmente, para no atacarme con preguntas más dolorosas.
—No. —Es todo lo que digo. Aunque hay razones que podría explicar, inseguridades evidentes y traumas afectivos que tal vez ella ya comprende.
—Haces bien.
—Tú tampoco confías en él, ¿verdad?
—Severiano no me permitió solicitar una autopsia por la muerte de tu madre. Sabes tan bien como yo que su corazón estaba sano y no ha habido nunca casos de ésa índole en la familia.
—¿Qué es lo que quieres decir?
—Tuve una conversación extraña con tu madre hace unas semanas... su muerte me resulta... repentina.
—Encontré una rosa negra ayer en la tumba —le confieso.
Martirio deja de moverse completamente, por un momento dudo que tampoco esté respirando. Sus ojos me apuntan, pero su mirada está perdida, fuera de foco, está pensando en algo. ¿Será que así se ve mi mirada cuando finjo mi ceguera?
—¿Tía? No sé si sabes lo de la rosa ne —
—Lo sé. —Me detiene. Sus pupilas hacen foco. —No me esperaba enterarme de eso. Hice bien entonces en pedir la autopsia de todas maneras.
—¿Cómo lo has hecho?
—Con dinero. Y contactos. Nos servirá para aclarar nuestras sospechas, pero no podremos hacerla pública. Por lo menos no por el momento.
—¿Por éso no fuiste al funeral?
La Tía Mar me observa con intriga. Ya llevamos más de una hora conversando en voz baja, sentadas a oscuras en la cama de mi habitación en la planta alta.
—No. De verdad fui a jugar al bridge.
—¿Cuándo te darán los informes?
—Posiblemente mañana.
Suspiro, agotada. Mi mirada vaga por enésima vez a la ventana, pero no alcanzo a ver más que el marco de la misma.
—Ya no debe estar allí.
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Ojos que no ven
RomanceLa vida de Cristina Álvarez Rivas está sujeta a una trama paralela que ella ignora. El pasado que desconoce y el que ha olvidado, colisionan en un presente turbulento, cayendo las piezas de dominó una a una a medida que avanza su estancia en la haci...