Capítulo 18

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La habitación a la que Lugo me arrastra es una especie de salón alternativo, con un sofá, una mesa pequeña, una biblioteca.

Mientras mis ojos giran en todas direcciones, tratando de registrar lo que sucede, mis manos suben por instinto a su brazo, intentando bajarlo de mi boca, pero, aunque no es un hombre corpulento, sus extremidades son rígidas y fuertes.

Intento tomar aire por la nariz, para tranquilizarme, aunque podría desesperarme en vez, luchar más fuertemente contra él, golpearlo, gritar... Pero, de alguna forma, me interesa descubrir su interés en mí, y prefiero que me piense una mujer ingenua y temerosa.

A costa de mí misma, dejo que me aprisione contra la pared, y tengo que soltar su brazo para empujar el muro, intentando ofrecer aunque sea un mínimo de resistencia, mientras mi corazón se acelera, nervioso.

—¿Así que tú eres la muñeca de turno por la que ha perdido la cabeza Federico? No lo culpo...

Lugo respira agitadamente y su cuerpo se frota contra el mío de manera desagradable y explícita. Mientras habla, sus labios rozan mi cuello y ya no puedo evitar sacudir un poco la cabeza, asqueada de su tacto, de su olor, de su voz.

—Cuéntame, ¿crees que sufriría si te hiciera daño? —se ríe apagadamente y me quedo sin sangre en el cuerpo— aunque... pienso que tal vez para mí eso podría ser muy placentero —sisea.

Gimo, sacudiendo la cabeza, cuando siento que comienza a excitarse aún más y empiezo a dudar de mis posibilidades de escape.

—Confieso que me creí todo el cuento de la cieguita sin carácter. ¿Por qué te ocultan todos, muñeca? Con lo guapa que estás... —la mano que mantiene en mi abdomen baja, intentando meterse en mis pantalones y finalmente me sacudo, llegando a mi límite, tratando de quitármelo de encima.

Maldice, cuando lo piso y los dos nos detenemos un breve instante cuando oímos alguien avanzando en el pasillo. Reacciono y me sacudo con fuerza, gimiendo audiblemente.

—¿Cristina? —la voz de Federico es apenas un susurro, pero me regresa el alma al cuerpo.

Lugo me suelta de la nada, empujándome, y caigo al piso de manera aparatosa.

El sonido de mis rodillas al tocar el parqué alerta a Federico que inmediatamente me encuentra, olvidando cualquier disimulo, y llega en un segundo a dónde estoy tirada.

—¡¿Cristina, qué pasa?!

Siento sus manos que me rozan y me alzan. Sé que tiemblo un poco y respiro agitadamente, pero me calmo rápidamente, soltando aire, cuando su abrazo cálido y conocido me rodea y me protege.

—¿Estás bien? —susurra con voz preocupada, inspeccionando con atención mi rostro y mi cuerpo.

Solo consigo negar, intentando desintoxicarme del olor de Lugo que siento todavía bajo mi nariz.

—¿Qué pasa? Por favor, dime. —ruega sobre mi cabello y siento su corazón latir fuertemente.

—Un hombre... —apenas digo aquello el cuerpo de Federico se tensa y me separa un momento para mirar a los lados— un hombre me tomó por la espalda y me soltó cuando oyó tus pasos.

Me separa, tensando sus manos en mis brazos y me dedica una mirada que me congela.

—¿Quién era? —pregunta, casi sin aliento— ¿Qué te hizo?

—No llegó a nada —susurro y sus manos aflojan la tensión sobre mis brazos, acariciándome con los pulgares. —Creo que era un hombre que conocí más temprano... Luis... Luis González.

Su rostro se desfigura y me suelta abruptamente para lanzar una maldición sorda mientras se cubre la boca con una mano, pero enseguida regresa a mí y sus brazos rodean mi espalda, enterrándome en su cuerpo.

Ojos que no venDonde viven las historias. Descúbrelo ahora