Capítulo 22

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—¿La... Rosa Negra? —me río con descrédito, presa de los nervios, pero Gabriel no cambia su tono.

—Supongo que la rosa que te "dejaron" ayer siempre estuvo dentro de tu cartera. Ha sido una puesta en escena impresionante. Me saco el sombrero.

—Gabriel, no puedes creer en serio que yo...

—Lo siento, Cristina —dice solemne, pasando una mano por su espalda, revelando un juego de esposas con el que asumo que pretende llevarme detenida.

—Gabriel —Willy es el primero en intervenir—, vamos a calmarnos un poco y hablemos de esto con tranquilidad.

—Sí, claro, vamos a hablar de esto... en la comisaría.

—Cristina no es una delincuente... tú la conoces, es obvio que hay algún tipo de error.

—A estas alturas, ya no sé qué pensar. De todos modos, no depende ya de mí. Tengo que llevarla.

Mientras mi amigo intenta interceder a mi favor, tomo valor para mirar a los ojos a Federico.

Sus ojos son un baldazo de agua helada, intolerables y agresivos. La cantidad de sentimientos que me transmiten me abruma.

Además de todo, en su enorme decepción, inclina la cabeza, hablándome en silencio:

¿Por qué no me lo dijiste?

Me engañaste. No confiaste en mí.

Tendrías que haberme escuchado.

Sus pensamientos me acuchillan de manera invisible, pero dolorosa, quebrando al completo mi espíritu.

Niega y voltea la mirada, rumbo al salón, asumo que yendo al bar por un trago y me tomo el pecho, inclinándome hacia adelante al perderlo de vista, como si me arrancaran algo de dentro del cuerpo.

¿Va a dejar que Gabriel me lleve?

¿Es el fin?

—Mi amor, no te preocupes —es otro el hombre que me toma de los brazos y levanta mi barbilla, buscando mi mirada.

Son otros los ojos que me miran, negros como la noche, esbozando también un reproche entre líneas.

Alejandro mira profundo dentro de mis pupilas. Mi cuerpo se congela entre sus manos, repentinamente desconocidas.

—Tan magnífica, hasta en la caída —me susurra, clavando sus dedos en mis brazos—, podrías simplemente haberme querido.

—¿Por qué estás aquí? —pregunto, aunque su presencia me resulta evidente—, sabías que esto sucedería, ¿verdad?

—Solo vine por ti... ¿pensaste que simplemente me retiraría?

—Pensé que eras un hombre razonable.

Sonríe, sin soltarme la mirada, parece casi embriagado de descubrir mi vista y cambia su foco entre mis ojos, hipnotizado.

—Preciosas esmeraldas... siempre fuera de mi alcance, increíblemente, aún más ahora que eliges a conciencia no mirarme.

—Siempre fui sincera contigo, y he lamentado hacerte daño, ¿te hace ilusión ver que recibo un castigo injusto? ¿Vas a dejar que vaya a la cárcel para quebrar mi orgullo?

—¿Quieres que te ayude, mi vida? Solo tienes que hacer una cosa... —se acerca, su mirada cae sobre mis labios—, y me encargaré de que no te pase nada nunca.

Sé muy bien lo que quiere, lo que espera.

—¿Sabes? Ya te escuché decir eso una vez, con otras palabras, hace ocho años —recuerdo, de pronto, viejas promesas y falsos escapes—. Nunca me ofreces libertad, sólo cambiar de prisión a una más confortable, en la que tú eres el carcelero.

Ojos que no venDonde viven las historias. Descúbrelo ahora