Capítulo 17

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Por favor, Cristina... mi amor...

El zumbido del secador de cabello se detiene y vuelvo a percibir al completo los sonidos de la peluquería.

Pestañeo, volviendo al presente.

La voz de Federico se aleja de mi mente, dejándome respirar, al menos por un momento.

También recupero la vista, de alguna forma, mis ojos estaban nublados por la repetición constante de las escenas de la tarde de ayer.

Todo fue inesperado, doloroso, y en el medio, como una flor que nace del cemento, su voz de terciopelo atravesando mi conciencia, llamándome de la manera más hermosa en el mundo.

Mi amor.

Como si alguien te hiciera una caricia mientras te da una cuchillada.

No es por las palabras en sí, no es su definición de diccionario.

Es increíble. Alejandro me llamó así mil veces... lo hace a diario, utilizando otras fórmulas parecidas.

Pero el mi amor que me dedicó Federico...

Es evidente que tiene que ver con mis sentimientos, y no con los suyos... que son obviamente inexistentes.

Federico jugó conmigo de manera cruel, precisa, casi quirúrgica.

Tal vez ni siquiera se haya dado cuenta de lo que dijo.

Posiblemente, unos segundos después, también se lo dijera a otra.

¿En qué momento creí sus palabras?

¿En qué momento desdibujé tanto quien soy que ahora no sé existir fuera del mi amor que me ha dicho mientras me rompía?

No puedo comprender que lo que siento haya surgido de la nada, en apenas días. Y sin embargo, parece un dolor tan viejo.

¿Cómo se hace para continuar ahora, borroneada pero no reescrita?


Una mano me roza la pierna y abro los ojos para encontrarme con la mirada de mi tía a través del espejo de la peluquería.

—Ya han terminado, cielo, estás hermosa —me dice y, aunque no tengo costumbre, de manera disimulada, observo mi reflejo en el espejo.

Llevo el cabello brillante y voluminoso, cayendo en ondas al final, en capas. Un maquillaje sencillo, pero elegante.

Mi tía llegó esta mañana de un humor de maravillas, contrastando con mi depresión interna, invisible, pero profunda.

Me obligó a salir de compras, y se lo agradecí enormemente. Más allá de necesitar algo más elegante para la fiesta, me era imperativo salir del hotel.

La mañana con Alejandro no fue mejor que la noche, posterior a su repentina ansiedad por formar una familia.

—¿Qué pasa? —se preocupa, ante mi falta de respuesta—. ¿Estás pensando en lo que pasó ayer o en lo que te dijo Alejandro?

—En ambas cosas.

—Tal vez deberías pensar solo en ti misma.

—Le dije que no podíamos tener un hijo.

—¿Porque no lo amas?

—Bueno —suspiro—, en verdad porque estoy ciega y no podría cuidar de un bebé y...

—Pero tú no estás...

—Tía. Ya lo sé, pero... un hijo es de por vida... bueno, para algunos padres al menos —dejo salir con pesar—. La cadena que me une a Alejandro ya está bastante tensa en mi garganta.

Ojos que no venDonde viven las historias. Descúbrelo ahora