Capítulo 23

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Federico.

Mientras los tres avanzamos por el hospital, solo puedo escuchar, como si fueran mis latidos, puntiagudos e incisivos, los tacos de Martirio golpeando contra las baldosas.

Solo cuando nos adentramos en el ascensor, finalmente nos absorbe el silencio. Creo que es porque todos contenemos el aliento.

Para no mirar mi reflejo tenso, ni la mirada incisiva de Martirio o la angustia latente en la expresión de Lorenzo, bajo la mirada y toco los botones en el cordón de mi muñeca. Ahora son cuatro, con el botón que le robé de la camisa que llevaba el día de la tormenta y el cobertizo.

Aquel momento entre nosotros me resulta ahora tan lejano... comprendo finalmente cómo fue que nos pusimos a salvo, porque Cristina no estaba ciega.

Veía, siempre lo vio todo.

También fue ella la que se soltó del enganche del caballo. Dentro de todo, aquello me hace sonreír. Su pequeña rebeldía, y cómo pudo engañarme. Me siento un tonto al recordar cómo me cubrí los ojos el día de la "empatía", para intentar comprender cómo se sentía su condición y ella seguro moría de risa.

Un tonto enamorado. Como me ha dicho Lorenzo.

Saber que no pude disfrutar de la mirada de Cristina en todos aquellos momentos, como cuando la besé en el baño del recibidor, o cuando pasamos la noche juntos en habitación de la planta baja, me hace sentir oscuro y amargado.

¿A quién debo reclamarle todos aquellos momentos robados?

¿Podría en verdad reclamarle algo a ella?

Ella no confió en mí, pero, acaso, ¿yo sí lo hice?

Si tan solo le hubiera dicho que todas las operaciones que ha hecho la hacienda en los últimos años, sobretodo las comandadas por la Rosa Negra, se hacían bajo su nombre, ¿podría haber evitado este desastre?

No sé cómo hubiera podido hacerle comprender que solo intentaba ayudarla. Que dediqué los últimos años a ganar la confianza de Severiano, para infiltrarme en los negocios oscuros del pueblo, con el único objetivo de tener el poder suficiente para dejarla fuera de ellos. Pero no le dije nada, temeroso de perderla y ahora, estoy por volverme loco de angustia por saber su paradero.

Tendría que haber pedido ayuda, tendría que haberle confesado mi plan a su madre, a su tía.

Solo se me ocurrió acudir a Galván esta semana, y aún así, no confié en Lorenzo hasta que fue muy tarde, porque él no confió en mí hace diez años cuando le juré que yo no había matado a su hija.

Nunca supe dar confianza sin recibirla primero, la prueba está en mi muñeca, con el botón y la promesa que le arranqué a una pequeña niña ingenua, dispuesto a cobrarle un cariño que nunca supe ganarme de otra manera más que pidiéndolo primero.

El ascensor se abre finalmente, después del pitido que anuncia que hemos llegado al tercer piso, sin liberar mi mente en lo más mínimo, y avanzamos sin decir una palabra hasta la habitación a donde está el "enfermo".

Algunas personas nos miran al pasar. Asumo que somos un grupo ecléctico, y nos movemos demasiado decisivos y apurados, una enfermera le dice algo a otra, alarmada, cuando ya estamos en el pasillo de la habitación de Severiano, pero la tía Mar saca la carta de "familia" y nos dejan pasar sin poner ningún pero.

Lorenzo abre la puerta y deja pasar a Martirio primero. Comprendo en el instante que eso es un error, porque, contraria a su usual templanza, la mujer se abalanza sobre la cama del enfermo, golpeando su pecho a los gritos.

—¡Hijo de puta! —vocifera, mientras Severiano, completamente desprevenido, intenta protegerse—. ¡Cómo le haya pasado algo a Cristina voy a enterrarte vivo!

Ojos que no venDonde viven las historias. Descúbrelo ahora