Tras el piano de pared

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—Esa estuvo cerca, Geto.

Gojo Satoru se secó el sudor de la frente tras haber atravesado a un zombi de un disparo.

Era una suerte que, a pesar de tener desarrollado el paleoencéfalo, conocido coloquialmente como cerebro reptiliano, y aquellos los convirtiera en depredadores sanguinarios, a los zombis se les pudiera matar como a cualquier mortal.

Abrieron sus mochilas y comenzaron a arrasar con la comida enlatada de las estanterías de aquella tienda.

Ese negocio abandonado no había sufrido daños en el circuito eléctrico, por lo que aprovecharon para sacar también comida congelada que aún no había caducado.

—¿Sabes que echo de menos un buen chuletón con papas fritas? —le dijo Gojo, notando que se le hacía agua la boca—. Podríamos sacar carne congelada y buscar una casa abandonada que disponga de gas o vitrocerámica.

—No es mala idea —respondió Geto, que metía en su mochila unas botellas de batido de chocolate.

Una vez cargados hasta arriba de provisiones, abandonaron la tienda e hicieron un rastreo por la zona de viviendas.

Toda la zona parecía abandonada. Aún podían encontrar uno que otro cadáver por el suelo en estado de descomposición.

Hombres, mujeres, niños… Nadie escapaba de la furia de los infectados. Nadie sobrevivía. O morían devorados o eran convertidos.

Suguru retiró la mirada de una pobre niña, que aún conservaba su vestidito rosa y su muñeca en la mano, pero que yacía tumbada boca arriba y con la mitad de la cara arrancada a mordiscos.

A lo largo de su vida y a causa de su trabajo, el Capitán Suguru Geto había presenciado imágenes impactantes y tristes al mismo tiempo, pero nada llegaba a semejante nivel. Sabía que todo lo que sus ojos contemplaban, desde que estalló la epidemia, se repetiría incesantemente en su memoria.

Entraron en una de las casas, forzando la cerradura con unas ganzúas que Suguru siempre llevaba consigo.

Una vez cedió, abrieron lentamente. Nunca se sabía qué podían encontrar al otro lado. Todo tipo de sorpresas les habían recibido en anteriores situaciones similares: familias refugiadas que, al creer que eran zombis, les habían atacado; cadáveres o restos de los mismos esparcidos por el suelo;  zombies que se les habían tirado casi literalmente encima…

Esta vez, el silencio y la oscuridad les recibieron. Las cortinas estaban corridas y no se oía un alma en el interior.

Gojo le hizo una seña a Geto, la que siempre le hacía y cuyo significado no era otro que el de revisar de arriba a abajo la vivienda.

—¿Lo oyes? —le susurró a Suguru.

—No escucho nada.

—Exacto. Todo está demasiado tranquilo.

—Se supone que el silencio reina donde no hay nadie.

—No te hagas el gracioso y sarcástico conmigo, Suguru. Busquemos algún indicio de vida, aunque sea la de un gato.

Se separaron. Geto, con pistola en mano, comenzó a revisar todas las estancias de la planta baja.

Gojo subió las  escaleras, apuntando con su arma ante sus narices, atento a cualquier ataque sorpresa que pudiera recibir. Los zombis de clase A podían ser realmente rápidos y fuertes, y más cuando el hambre les consumía.

Cada pisada, la madera crujía bajo sus pies. Gojo intentó hacer el menor ruido posible a medida que ascendía lentamente, controlando incluso su propia respiración.

Un estruendo lo sacó de su concentración y provocó que el corazón le diera un vuelco.

Provenía de la cocina.

Antes de que le diera tiempo a bajar de un salto los escalones que había subido para ayudar a su amigo ante el inminente ataque, pudo escuchar su voz desde allí:

—Todo está bien. Tiré unas ollas sin querer.

—¿De verdad llegaste a ser Capitán de la 10ª División de Montaña? —le preguntó, alzando la voz. Una vez hecho el ruido, no valía la pena intentar ser sigilosos—. Me tomas el pelo, Suguru.

Retomó su ascenso, llegando a la planta de arriba.

Examinó todas las habitaciones. Estaban vacías. No había zombis, ni humanos ni cadáveres.

Geto subió una vez terminó de revisar la planta baja, y ayudó a Gojo a terminar la batida.

Entonces, Satoru se percató de una trampilla con hebilla en el techo.

Alzó la mano y logró alcanzar de sobras la hebilla por su altura. Miró a Geto y sonrió socarrón, presumiendo de su asombrosa altura.

Al tirar de la hebilla, la trampilla cedió y aparecieron unas escaleras, las cuales Satoru no dudó en subir.

—Iré solo —le indicó a Geto—. Si te necesito, te avisaré.

Sacó la linterna del bolsillo y la encendió una vez subió.

El desván consistía en un caótico desorden de muebles y trastos. Mientras apuntaba hacia el frente con el arma, repasó gracias al foco de luz todos los posibles escondites, sorteando los bártulos que se interponían ante él al caminar.

Entonces, tras un viejo piano de pared, creyó escuchar una respiración. Inspiraciones y espiraciones aceleradas, que denotaban demasiado miedo para pertenecer a un infectado.

Dio un paso más largo de lo normal para acabar asomándose tras el piano, apuntando de lleno hacia el lugar de donde provenía.

Sonrió tranquilo al ver qué se escondía de ellos.

—Suguru, sube. Tenemos compañía.





APOCALIPSIS (ADAPTACIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora