14| Una velada caprichosa

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Por fin, el sol se dejaba ver tras unos días de lluvia incansable, y yo estaba ansiosa por salir a celebrarlo. Claro que, mi ilusión mermaba con cada hora que se consumía entre las agujas del reloj: estaba en clase, atendiendo una charla sobre manipulación de elementos peligrosos y prevención de riesgos en el laboratorio. Tres de mis compañeros se descuidaron al medir la cantidades de reactivo para una mezcla, y terminaron provocando una explosión que por poco no acabó con el equipo entero. ¿Era este mi mal karma por haberle mentido a Ángel la última vez?

Hablando de él, de vez en cuando me enviaba un mensaje para animarme, a veces eran chistes malísimos, y otras me contaba algo gracioso que le pasaba en el trabajo. No era lo mejor del mundo, pero era todo lo que tenía hasta ahora, así que me aferré a la pareja y a todo el cariño que me proferían. 

Cuando terminó la reunión aún era mediodía, así que tenía tiempo de salir, comer y descansar un rato antes de volver al laboratorio para trabajar. Pero mi plan sin fisuras comenzó a desvanecerse en cuanto vi un coche largo y plateado aparcado en la entrada de la universidad, y, apoyado sobre la puerta del conductor, estaba Ángel, mirando su teléfono. Deduje que me estaba escribiendo, porque antes de que guardase el móvil me llegó una notificación al mío. Ni siquiera comprobé que fuera suyo el mensaje, porque ya estaba lo suficientemente cerca como para saludarle.

—¡Ángel! —él pareció retener su habitual amplia sonrisa, dejando tan solo un atisbo de ella.— Pensé que estabas trabajando.

—Tengo una hora para comer y una reserva en un restaurante —se acercó a mí y bajó su cabeza hasta dejar un ínfimo espacio entre nuestras narices, pero cuando pensé que me iba a besar, escuché el característico sonido metálico que hacía el enganche de la correa al unirse al collar—. Sube al coche.

Le hice caso, con algo de nerviosismo y expectativa. ¿Pensaba llevarme a comer con la correa puesta? Pero no me atreví a preguntarle nada, por si aquello le daba ideas y terminaba siendo mi propio verdugo.

A los quince minutos, llegamos a un restaurante bastante popular en la zona. No había ido nunca porque siempre estaba hasta los topes, por lo que si querías comer ahí, tenías que rezar para que las mesas no estuvieran agotadas. Y eso a menudo significaba reservar con una semana de antelación. Miré a mi pareja de reojo: iba vestido de traje, normal por su trabajo, y en la mano, llevaba la cadena de plata brillante que conectaba con mi cuello. Él no pareció inmutarse, pero el recepcionista que nos recibió, se encontraba en algún punto entre el asombro y el descojone puro. Creo que las gotas de sudor que recorrían su frente no eran de llevar ahí todo el día, sino de aguantarse la risa cada vez que me miraba.

Era humillante, pero ver la aprobación en los ojos de Ángel hacía que todo valiera la pena. Le seguí sin guardar mucho la distancia, porque aún me sentía cohibida cada vez que la gente se daba cuenta de mi situación. Y él, lejos de ponerme las cosas fáciles, procuraba llevar la correa bien a la vista, de manera que cruzaba su pecho, cambiándola de mano cada vez que yo me movía de su lado para ocultarla. Además, se encargó de escoger una mesa pegada a la ventana, y para llegar a ella tuvimos que pasearnos por todo el lugar. 

Irónicamente, parte de mí no paraba de pensar en Ángel, en lo bueno que sería que, delante de todos, moviera su mano en un gesto brusco para estirarme hacia él, besarme y tocarme bajo sus atentas y pudorosas miradas.

Era todo un conflicto. Cuando llegó el camarero, Ángel eligió nuestros platos e intercambió comentarios burlones acerca de mí con el chico.

—Tienes suerte de que no me dejen darte de comer en el suelo. —Me dijo, al cabo de unos minutos, cuando nos trajeron el primer plato.

—¿Tantas ganas tiene de verme de rodillas? —Contesté casi de inmediato. Un segundo más tarde, me di cuenta de que poco a poco me estaba adaptando a tratarle de usted, tal y como él quería.

Indiferencia Glacial [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora