18| No me importa la verdad

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El cielo nublado y la fuerte ventisca que parecía haberse instaurado en la mismísima puerta de la estación policial, colmaron mi espíritu con un sentimiento que, si bien no pude comprenderlo completamente, me atreví a situarlo en algún lugar entre el desamparo y la vulnerabilidad. Me sentía sola, pero daba gracias a la dramatización de mi madre, que consiguió captar la atención de las cámaras y los carroñeros periodistas, en un alarde de sus años como actriz de segunda interpretando el papel de una pobre señora preocupada por la seguridad de su hija y agradecida con las fuerzas del orden, quienes le habían "devuelto la vida, trayéndome a mi hija sana y salva".

La burbuja que me aislaba del exterior reventó con la fría y húmeda impresión que dejó una lata de bebida energética sobre mi hombro. Me giré, molesta y consternada, tan solo para ver el rostro sereno de Daniela. Ella volvió a ofrecerme aquel envase blanco con el símbolo de unos arañazos en el centro, agradecí su gesto en silencio y haciendo sonar la chapa de la apertura antes de pegarle un buen trago, después, seguí sus movimientos con la mirada: se había sentado a mi lado, en las escaleras de la entrada del lugar, con su característico jersey naranja de lana, sus pantalones de chándal y su gorro negro hecho a mano. Dejó su bebida, también empezada, a un lado, y sacó de sus bolsillos un mechero y una cajetilla de tabaco.

—Pensé que habías dejado de fumar. —dije, tratando de no darle mucha importancia a la primera interacción que teníamos desde aquella discusión.

—Ya, tú también —Terminó de encenderse el cigarro y sacó otro para ofrecérmelo—. ¿Quieres?

Asentí, tomando tanto el pitillo como el encendedor en mis manos. Jugué con el primero durante unos instantes, mientras observaba cómo el firmamento cambiaba progresivamente de azul celeste a naranja y amarillo, con algunos toques de rosa en el límite entre el primer color y los demás. "¿Desde cuándo es tan bonito el cielo?", pregunté para mis adentros.

Me permití un momento para contemplar aquel precioso paisaje mientras mis pensamientos fluían libremente por entre mis recuerdos. Sin pensarlo mucho, comenté con algo de nostalgia:

—¿Te acuerdas de eso que hacíamos en el instituto, cuando fumábamos a escondidas? —Antes de que mi pregunta quedara suspendida en el aire como una marioneta sin dueño, ella sonrió, también observando las nubes, y contestó:

—Sí, ¿por? —Entonces, ambas nos miramos. Ella, con la expectativa reflejada en su mirada; yo, con la duda acoplada a mi garganta. La inherente costumbre de Daniela de arreglarlo todo con humor no tardó mucho en hacerse notar, añadiendo—: ¿Te apetece revivir los viejos tiempos?

Pese a no ser su intención, aquel comentario me recordó que nuestra amistad, en ese momento, no tenía nada que ver con la que fue en un primer lugar. Contuve mis ganas de gritarle que sí a la cara y pedirle que fuéramos amigas de nuevo, quería abrazarla y sentir que podía confiar en ella para todo, incluso en las peores situaciones.

—Oye, Daniela, yo... Siento mucho todo lo que te dije ese día, sé que te hice daño, y la verdad es que... —Interrumpió mis improvisadas disculpas colocando su dedo índice en mis labios.

—La verdad es que no me importa —Dejó salir todo el humo de sus pulmones antes de continuar—. Si no nos conociéramos tanto, te habría mandado a la mierda enseguida. Pero, somos amigas, Bel, y te quiero muchísimo, demasiado como para echarlo todo a perder por una discusión.

Impedí la salida de mis lágrimas con un exagerado puchero, sin embargo, no pude evitar que mis ojos se cristalizaran. "¿Cómo puede soltar todo eso y seguir como si nada?". Claro que, dada mi falta de estabilidad emocional durante esa etapa de mi vida, era normal emocionarme con casi cualquier comentario.

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