SOLA

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Esa primera semana fue la más larga de mi vida. Como las clases no habían comenzado aún y no tenía nada que hacer en todo el día, empecé a pensar de forma obsesiva en ello. Sentía cómo
transcurría lentamente cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día.

Lauren hacía lo que podía para distraerme. Charlaba conmigo mientras tomábamos café, me enseñó a tocar la guitarra (que yo hacia espantosamente mal), y un día me llevó a correr con ella. No tardé en desarrollar una profunda antipatía hacia Seattle, una ciudad muy bonita pero no apta para corredores que preferían un terreno llano y ovalado a unas colinas que te hacían polvo las piernas. Tuve que detenerme a mitad de la carrera para darme media vuelta y regresar a casa a pie. Lauren se rió, pero se ofreció a acompañarme a casa caminando. Me sentía sin fuerzas y un tanto estúpida, y le dije que terminara su carrera y me fui a casa para regodearme en mi desgracia.

Lauren me acompañó a la tienda de ultramarinos cuando mis provisiones empezaron a agotarse. Fue divertido pero al mismo tiempo bochornoso. Por suerte, no necesitaba comprar artículos típicamente femeninos, pues me habría avergonzado hacerlo en presencia de Lauren . De todos modos, hizo que me ruborizara al arrojar una caja de condones dentro del carro. Tomé la caja mientras miraba con discreción a mi alrededor horrorizada y se la devolví apresuradamente
como si me quemara en las manos. Al principio, ella se negó a aceptarla, mirándome con una sonrisa irónica pintada en la cara. Pero, a medida que mi expresión y mis ademanes se hacían más frenéticos, por fin tomó la caja de mis manos y volvió a dejarla en el estante,
riéndose de mi turbación. Después de superar rápidamente el incidente, empujé el carro
por el pasillo de la tienda mientras Lauren, canturreando en voz baja las canciones horteras que sonaban como música de fondo (se las
sabía todas), metía algunos objetos —sólo los que yo aprobaba— en el carro. Sonreí al contemplar su atractivo y risueño semblante.
Habíamos recorrido la mitad de la tienda y enfilamos el pasillo de los cereales cuando de pronto la canción que cantaba dio paso a un
dueto. Me miró con aire interrogante, esperando que yo hiciera el papel de la chica, y me ruboricé. No era una cantante. Ella se rió al ver mi expresión de desgana, y cantó su parte más fuerte, retrocediendo y haciendo unos gestos como si me dedicara la canción. Era muy embarazoso y algunas personas sonreían al pasar junto a nosotras, divertidos con las tonterías que hacía Lauren. Pero ella no hizo caso y siguió dándome una serenata, observando cómo mi rostro se ponía rojo como un tomate. Sus ojos chispeaban de gozo al
observar mi bochorno. Extendiendo las manos en un gesto como diciendo «venga, ánimo» y arqueando una ceja, esperó de nuevo a que yo cantara el papel de la chica. Yo me negué sacudiendo la cabeza con obstinación, y le golpeé suavemente en el brazo, confiando en que dejara de mortificarme. Ella se rió y me tomó la mano, obligándome a girar en círculo en medio del pasillo. Después de hacerme dar un par de vueltas, me atrajo hacia ella. Incluso me sujetó por la cintura y me inclinó hacia atrás, sin dejar de cantar. Una pareja mayor que pasó junto a nosotros nos miró sonriendo. Me ayudó a incorporarme, riendo, y por fin empecé a cantar en voz baja el papel de la chica. Ella sonrió de forma encantadora y luego, entre risas, me soltó. Terminamos nuestras compras... y la canción. A partir de entonces, cada vez que me pedía que cantara yo la complacía. Era demasiado embarazoso negarme. Más bien para matar el tiempo que otra cosa, llamé de mala
gana a mis padres sin mucho entusiasmo. No pensaba decirles que Denny había abandonado a su hijita sola en una ciudad extraña, pero
se me escapó, y tuve que soportar durante una hora un sermón trufado de comentarios como «ya sabía yo que era un indeseable, que acabaría haciéndote daño». Por enésima vez, les dije que pensaba quedarme en Seattle, que me sentía a gusto allí. En todo caso, me sentiría a gusto cuando Denny regresara. Les aseguré reiteradamente que no debían preocuparse por mí.

Denny llamaba dos o tres veces al día, y su llamada se convirtió en el momento más importante de mi jornada. Yo permanecía cerca de la cocina, esperando a que el teléfono sonara para hablar con él. Al cabo de unos días, eso empezó a irritarme. No era una niña. Podía
soportar que transcurriera un día sin hablar con él, suponiendo que me llamara y yo no estuviera en casa. En todo caso, unas horas. Traté de
no obsesionarme demasiado..., pero, como es natural, atesoraba cada llamada que recibía de él.

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