CAPÍTULO 8

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                                 LOUIS

Es inexplicable como un accidente a media calle te puede cambiar el día entero. A esta hora debería estar escuchando al profe de Química balbucear fórmulas sin sentido. En su lugar, me encontraba desayunando con un chico tan guapo que bien podría modelar para una revista. Además era de sangre ligera, cosa que normalmente no se da cuando lucen así.

—Parece que nuestros amigos se cayeron bien –le dije.

Solo me contestó asintiendo con la cabeza.
¿Estaba nervioso?

—Y tú, ¿tienes novio? –mi pregunta lo sorprendió tanto que por poco me escupe el agua de mango en la cara.
—¿Eso le preguntas a todos los chicos que acabas de conocer? –me dijo y de pronto se sonrojó.
—¿A todos? Lo dices como si conociera cinco al día. Aunque no lo creas, soy bastante reservado a la hora de conocer a alguien.
—No lo hubiera pensado, tienes cara de coqueto –me dijo–. Además, no me respondiste.
—¿Qué?
—¿Qué si eso les preguntas a todos los chicos que acabas de conocer?
—Sólo cuando me interesa saber la respuesta.

Me dio risa que se escogiera de hombros.

—¿En qué año vas? –le pregunté.
—Primero de prepa. ¿Y tú?
—Tercero de prepa. O sea que, si mal no calculo, tienes quince o dieciséis años.
—Y tú, ¿dieciocho?

Los dos nos sonreímos. Fue una de esas cosas que no se necesitan decir para entenderlas. Un par de años de diferencia, a esa edad, es casi perfecto.

—¿Qué parte del perro te imaginas que estás comiendo? –le pregunté justo cuando le dio la primera mordida a su torta.
—Prefiero no imaginarme nada –respondió, con la más coqueta de las sonrisas, aunque pronto se la cubrió con la torta.
—Oye. –le dije–. Tenemos toda la mañana libre. Hay un parque a un par de cuadras donde venden los mejores esquites que hayas probado jamás. ¿Vamos?
—¿Cómo puedes pensar en comer después de esta cosa? –agitó la torta frente a mi cara.
—No lo niego, si yo fuera Superman, la comida sería mi kriptonita.
—¿Cuál es tu favorita?
—Yo no discrimino. Me gusta comer de todo.
—Pero debe de haber una que prefieras por sobre todas las demás.

La pregunta era tan difícil que me costó un tiempo decidirme.

—Las chuletas de puerco con puré de papa –contesté con seguridad.

Es gracioso como puedes llegar a familiarizarte con una persona conversando de cosas raras.
Después de la fonda nos fuimos al parque. Era todavía muy temprano, así que el elotero ni sus luces. Perdimos el tiempo sentados en una de las bancas, la que daba hacia la calle. Nos divertimos con el juego de los personajes, creándole una historia a cada persona que pasaba caminando.
Quién es, de dónde viene, a dónde se dirige, etcétera. Si tienes mucha imaginación, puede ser muy divertido.
Ni me di cuenta de lo rápido que pasó el tiempo. Para cuando nos dimos cuenta, ya era la hora de salida de la escuela.

—¿Te llevo a tu casa? –le pregunté.

Titubeo por un segundo.

—No quisiera incomodarte –se encogió de hombros.
—Sí me pareciera incómodo, no me ofrecería.
—Buen punto –sonrió.

Media hora y doce cuadras y media después llegamos hasta la puerta de su casa. Como me imaginé, juzgando por su apariencia, su casa era casi del tamaño de la escuela. Bueno, tal vez no tan grande, pero digamos que la mía cabe un par de veces dentro de la suya. Por lo general no me intimido con algo así, pero en ese momento me quedó claro que estaba frente a un chico completamente fuera de mi alcance.

—Gracias por acompañarme –me dijo.
—De nada.

Nos miramos por un momento y todo alrededor desapareció. No sabía como hacerlo, si con la mano o con un beso en la mejilla, lo que si tenía claro era que no quería despedirme de él.
Completamente en contra de toda lógica, saqué mi teléfono y le pedí su número.
Él titubeo por un segundo.

—No...no me lo se de memoria –me dijo–. Y no lo traigo conmigo, lo olvidé en mi casa. Lo siento, pero si me das el tuyo puedo...

No se en que momento pensé que funcionaría.

—Lo que pasa es que...

Una voz lo interrumpió.

—¡Harry!

Me di la vuelta y descubrí a un señor de metro y medio, algo panzón y con una pelona como de fraile franciscano. También se cargaba una cara de perro bulldog que no podía con ella.

—¿Tu papá? –le pregunté.
—S....si –me dijo. Se sonrojó tanto que parecía jitomate.
—Entra a la casa por favor –dijo el hombre.
—Hola señor. Soy...
—Buenas tardes y adiós –me interrumpió.

Yo sentí un retortijón en el estómago. Miré a Harry y lo vi encogido de hombros, avergonzado, como si quisiera disculparse por las malas maneras de su papá.

—El niño no tiene edad para regresarse caminando de la escuela con cualquier tipo –me dijo.

Aunque su comentario fue de los más ridículo, sentí la necesidad de explicarle.

—Disculpe señor, lo que pasó es que....
—No fue pregunta, fue una afirmación –de nuevo, no me dejo terminar.

Harry caminó hacia la puerta. Evidentemente quería evitarse la pena ajena por la escenita que estaba montando su papá. En su trayecto, volteó una vez más y me miró.

—Gracias de nuevo.

Tan pronto cruzó el marco de la puerta, el señor interpuso el cuerpo. Se me quedó mirando, como midiéndole el agua a los camotes. Yo le devolví el gesto, inclinado el mentón ligeramente hacia abajo para poder mantener una línea recta. Si pensaba que podía intimidarme, estaba equivocado.

—Te voy a pedir que no vuelvas por aquí. No eres bienvenido –me dijo–.

Luego se dio la media vuelta y cerró de un portazo.
Aquel hombre era la prueba de que la educación no tiene nada que ver con el dinero.

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Mamá se dio cuenta de mi mal humor en el instante en que llegué a casa.

—¿Todo bien hijo? –le dio un sorbo a su té–. ¿Pasa algo?
—Nada mamá, todo bien –le dije.

Andaba que no me calentaba ni una caldera de bruja. Tenía ganas de saltarme la comida e irme directo a mi cuarto. Pero nunca, desde que tengo memoria, he dejado que mamá coma sola. Además, ella cocina mejor que cualquier chef con cinco estrellas Michelin, por lo que perderse una de sus comidas es un verdadero pecado.
Veinte minutos después llegué a mi recámara y me dejé caer de espaldas sobre mi cama. Para ese momento ya se me había bajado el mal humor. Y así, con la mirada fija en el techo, permanecí por un buen tiempo, pensando en aquella sonrisa que tanto me encantó. Saqué mi teléfono del bolsillo y entonces pensé que tal vez hubiera sido buena idea darle mi número cuando me lo pidió. Así al menos me habría quitado la duda y habría comprobado si en realidad no le interesaba compartirme el suyo. Porque eso de que se le olvidó en su casa es todavía más difícil de creer que lo del Chupacabras.
Fue cuando miré la pantalla de mi teléfono y recordé a Alex, el chico con el que había estado platicando los últimos días.

ANÓNIMO ||TERMINADO||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora