Capítulo 22

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Por la noche nos reunimos con Martin y Frida, unos amigos de Johan, que conoció mientras escribía para Time Out. Me ha hablado mucho de ellos; sé que Martin es muy como es debido, estudió en Oxford y procede de una familia con montones de dinero y que Frida viene de la parte este de Londres, que una vez la despidieron por decirle a su jefe que se fuera a la mierda y que se ha acostado con un montón de hombres.

Son exactamente como me los había imaginado.

Martin va bien vestido y es atractivo, sin ser sexy. Se sienta con las piernas cruzadas en la rodilla, asiente y frunce el ceño a menudo y hace un «hummm» siempre que otra persona habla, mostrando una atención total.

Frida es alta como una amazona y tiene el pelo rebelde, de color rojo como un tomate. No consigo decidir si su lápiz de labios naranja se da de bofetadas con el pelo o lo complementa. Tampoco consigo decidir si es muy bonita o solo tiene un aspecto extraño.

Su cuerpo definitivamente, no es ideal, pero no trata de ocultarlo. Un michelín de su enorme estómago blanco se asoma entre la camiseta y los tejanos. Nadie en Manhattan exhibiría la barriga a menos que la tuviera firme como una roca.

Johan me dijo en una ocasión que las británicas están mucho menos obsesionadas con las apariencias y con estar delgadas que las
estadounidenses.

Frida es la prueba y resulta refrescante.

Toda la noche habla de este tipo a quien quiere tirarse y de aquel tío al que ya se ha tirado. Lo dice tranquilamente, sin darle importancia, igual que dirías que alguien del trabajo ha estado muy ocupado o que estás cansada de tanta lluvia.

Me gusta su franqueza, pero Martin pone los ojos en blanco y hace comentarios sarcásticos sobre lo ordinaria que es.

Después de que Frida lleve un rato despotricando contra este tío, Roger, que
se «merece que le tiren queroseno en las pelotas», se vuelve hacia mí y me pregunta:

—Dime, Poché, ¿qué opinas de los hombres de Nueva York? ¿Son tan jodidamente espantosos como los ingleses?

—Vaya, gracias, cariño —dice Martin, con cara de póquer.

Le sonrío y luego me vuelvo hacia Frida.

—Depende... varía mucho —digo.

Nunca había pensado en términos de los «hombres estadounidenses». Son los únicos que conozco.

—¿Estás liada con alguien ahora? —me pregunta y luego expulsa el humo hacia
el techo.

—Hum. No exactamente. No. Estoy... libre.

Johan y yo intercambiamos una mirada. Frida se da cuenta enseguida.

—¿Qué pasa? Aquí hay una historia. Sé que la hay.

Martin descruza los brazos, agita las manos para apartarse el humo de la cara y espera. Frida hace un gesto con la mano, como diciendo, «Venga, suéltalo».

—No es nada —digo—. La verdad es que no vale la pena hablar de ello.

—Cuéntaselo —opina Johan.

Así que ahora no puedo hacer otra cosa, porque Johan ha establecido que hay, en efecto, algo que contar.

No quiero fastidiar a todos con una larga sesión de «no es nada», «cuéntalo», «nada, de verdad», «venga, cuéntanoslo»... y Frida no parece ser de las que toleran la charada evasiva.

Es como Hillary en este sentido. A Hillary le encanta decir: «Bueno, pues entonces, ¿por qué lo has sacado a colación?». Claro que en este caso, ha sido Johan quien lo ha mencionado. En cualquier caso, me han pillado, así que digo:

Something BorrowedDonde viven las historias. Descúbrelo ahora