Epílogo

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El cielo estaba soleado, sin una sola nube. El mar estaba calmo, y centelleaba como si estuviera hecho de diamantes. Chuuya cerró el libro y, efectivamente, nada había cambiado desde que lo abrió. El mismo cielo los cobijaba, y el mismo mar iba y venía ante ellos. Incluso la mirada sosegada de Tsujimura seguía allí, fija en el horizonte.

—Gracias por prestármelo, Tsujimura —dijo Chuuya, y le regresó el poemario.

Tsujimura vaciló para tomarlo.

—¿Está seguro de qué yo debería quedarme con el de nuevo? Ya lo tuve por un año. Tal vez ahora quiera quedárselo usted.

—Un año, ¿eh? —dijo, fingiendo demencia. Se puso los lentes de sol, y miró hacia la nada—. Que rápido pasa el tiempo.

—Así pasa —asintió Tsujimura, y guardó el libro sin insistir más—. Parece que fue ayer el incidente en la División. Tres años... Nunca me imaginé que estaríamos aquí luego de tanto tiempo.

Él tampoco pensaba así. En aquella noche en que la División se convirtió en un campo de batalla, realmente pensó que el tiempo se transformaría en un adversario más, y por algún accidente infortunado perecería con todos ellos. Pero no pasó. Ni el tiempo se detuvo, ni se murieron, bueno, ellos no. Sólo murió uno. De ahí en fuera todo siguió igual. Lo mismo pasó con las leyes que regulaban a los usuarios. Sin embargo, ahora que lo pensaba, ni ellas se habían salvado. En la actualidad existía una regla que impedía modificar los leyes, derechos y obligaciones que se ceñían sobre los usuarios. Un avance, pensó Chuuya, aunque algo tardío.

Tsujimura carraspeó. Chuuya no se percató del silencio que se había inmiscuido entre ellos.

—¿Descubrió algo nuevo en el libro?

—El final. De ahí en fuera, todo sigue igual.

—Ya veo.

—¿Jamás lo has abierto?

—Me da miedo.

Chuuya contuvo la risa.

—Las singularidades no deben temerse.

—No le temo a eso.

—¿Entonces?

Tsujimura frunció los labios.

—Tengo miedo de empezar a llorar y no poder parar.

—Ah, sí —Chuuya miró el océano otra vez. A la distancia, celebraban una boda en un yate—. Sí pasa.

Cada vez que pensaba en ello era como volverlo a vivir. Lo veía tan claro, la nube roja envolviéndolos, la niebla de Shibusawa retornando a sus confines, el pecho hecho gema de Ango fracturándose con cada segundo.

«Si tú no me matas, la gema lo hará por si sola. Excepto que la gema seguirá viva, y yo ya no» le dijo esa vez, una de sus últimas palabras.

A partir de allí todo se tornaba borroso.

Recordaba invocar la corrupción, miles de memorias hechas borrones indistinguibles, y ya. Cuando despertó lo hizo solo, porque Dazai a su lado no contaba ni como alma en pena. Si acaso lo acompañaba algo, eran las ropas de Ango y un libro, el mismo poemario que él le había obsequiado hacía tantos años.

—Él está ahí —dijo Dazai, aunque tenía que admitir que lo ignoró al principio—. No me deja acercarme. Es una singularidad.

—No estoy para tus malditas bromas —le dijo, y abrió el libro, sin imaginarse lo que vería en él.

Por amor a la decadencia [ChuuAngo]Where stories live. Discover now