XXX. Colapso.

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—Al parecer tiene principios de hipertensión, señor Sakaguchi —me dijo el médico, un hombre rubio de ojos verdes. En mi vida lo había visto—. Debería hacer más actividad física, y tratar de no someterse a tanto estrés.

Lo miré en silencio, sin decirle una sola palabra, como había hecho los últimos cinco meses que había estado atrapado allí. Nunca pareció importarle. Tomó su esfigmomanómetro y sus otros instrumentos, y se retiró con una sonrisa en el rostro. Permanecí sentado donde mismo, con la vista fija en la cámara, maldiciéndolos a todos. Era lo único que podía hacer sin que me prescribieran tranquilizantes. Era mi única forma de mostrar mi desacuerdo.

La nueva oficina de Taneda no era otra cosa que un cuarto de contención. Había un escritorio y una computadora, pero la computadora no permitía el acceso a otra red que no fuera la de la División, y hasta esa estaba limitada. Tenía un librero repleto de libros, pero eran clásicos, no libros de trabajo. Las tareas que me pedían eran inútiles. Los reportes, los planes de acción, la redacción de los sucesos, todo había quedado atrás. Además, la presencia de una cama en la parte trasera de la habitación, oculta por el librero en cuestión, era una descarada sugerencia al descanso, uno que no necesitaba, uno que no había pedido.

Ya no me trataban como un empleado; Era un mero sujeto al que le revisaban los signos vitales y le hacían estudios sanguíneos y de imagen cada cuánto. Me picaban tanto las venas que era sorprendente que no tuviera un hematoma del tamaño del mundo en el brazo.

«Pero, ¿por qué? ¿Para qué necesitan todo esto?» Había un millar de preguntas que me obsesionaban, y me mantenían allí, fijo en mi asiento, absorto en las cosas que no podía saber, y que nadie quería contarme.

En el escritorio estaba lo único que me mantenía cuerdo; El poemario que me habías regalado hacía ya varios años. Era lo único que me ataba a la realidad, que me hacía ver que, de alguna forma, tú seguías afuera, y que debía persistir por ello. Lo tomé entre mis manos, con la delicadeza propia de una flor que ya se marchita. Lo amaba, amaba tanto ese libro, y sin embargo en ese momento hubiera dado lo que fuera para que se transformara en un teléfono celular.

¿Qué estarías pensando en ese instante? Me temía tanto la respuesta. Tenía tanto miedo de entrar a tu mente y encontrarme con un jardín de hiedras, con sus raíces sosteniendo la ideación de una nueva traición. No quería ni pensarlo. Cada vez que la idea se paseaba por mi mente inquieta, desataba en mi una ansiedad tal que era incapaz de sostener nada en las manos, en el estómago, o en la mente, ahogada por siempre en la angustia de tu confusión.

«Por favor, no te atrevas a pensar que te he traicionado» Mis ruegos eran constantes, tanto o más como la visita diaria de los enfermeros y los médicos. Juntaba las manos, cerraba los ojos, y entonces hacía mi rezo, esperando que al otro lado del silencio, aquella incertidumbre en la que nadaba mi corazón, estuvieras tú.

Seguía con la mirada fija en la cámara cuando una enfermera llegó con la comida. No valía la pena ni siquiera voltearla a ver. Era como una pared con piernas, una mera muñeca que iba y venía a través de la puerta. Había intentado de todo: Había sido amable, había entrado en pánico, le había gritado, había tratado de ver los recuerods en su uniforme, pero todo había sido en vano. Ellos lo habían prevenido todo: Ella no sabía nada, y su ropa era nueva, recién entregada cada día.

Ella dejó la comida en el escritorio, e inmediatamente después tomó la charola anterior, intacta, y se retiró haciendo una ligera reverencia. La ignoré tanto como pude, un arranque infantil, el único poder que tenía aquí. Me era inútil su cara indiferente y sus gestos predeterminados. La desconfianza me había obnubilado mis sentires, y todo cuando ella hacía me parecía repugnante, sólo por el mero hecho de estar anclado a la mentira que yo no entendía.

Por amor a la decadencia [ChuuAngo]Where stories live. Discover now